La memoria del paisaje
Paula Bertúa
En un ensayo que indaga en los rastros de la fotografía en el paisaje y en las narrativas posibles de tramar a partir de ellos, el teórico brasileño Mauricio Lissovsky se pregunta por las tensiones y permanencias que, desde la invención del medio, han marcado al género y que hallan en el paisaje fotográfico contemporáneo su expresión más flagrante (2015). Esta constatación lo conduce a formular algunos interrogantes: ¿cómo habitar este mundo sin dejar huellas?; ¿es posible pensar el espacio del presente como un lugar hospitalario para los seres vivientes y no como un mero objeto de contemplación donde lo único que queda son las marcas que ya se han trazado? Según el examen de Lissovsky, la fotografía se caracterizaría, desde sus orígenes, por una serie de borraduras sucesivas de las huellas del paisaje: un primer momento de ese proceso está dado por la reacción del pictorialismo ante el surgimiento de la instantánea y por sus tentativas de multiplicar las mediaciones artísticas que alejaran a la fotografía de lo meramente mecánico; un segundo momento se despliega, a lo largo del siglo XX, como un gesto reparatorio de borradura de la borradura que pretendía restituir la condición original intacta de aquello que era registrado. Y, por último, en el mundo actual, un mundo que es pura imagen o un pos-mundo de imágenes, los paisajes se han convertido en una suerte de geografía vacía, donde no habría puntos de vista que conquistar ni relatos que contar.
Me interesa hacer foco en este régimen de borradura progresiva que, según Lissovsky, alcanzaría su momento más destacado en la fotografía contemporánea, ya que esta percepción entra en sintonía con una posición crítica que lee en la fotografía argentina sobre el paisaje urbano de las últimas décadas la consolidación de una mirada neutral y desafectada, una actualización del legado de las posvanguardias que se plasmaría en la representación despojada y en clave objetiva y formal del territorio y de la arquitectura. Sin embargo, como pretendo demostrar, algunos fotógrafos de la escena contemporánea proponen formas novedosas de recorrer, representar e intervenir en distintos espacios, al diseñar sus propios itinerarios y dejar su impronta en ese transitar. Así, sus prácticas nos animan a poner en entredicho o cuanto menos a sospechar que el pródigo espectro de la figuración de lo que interpretamos como paisaje se pueda abreviar en unas pocas coordenadas al uso con las que habitualmente nos topamos en los relatos de desarrollo histórico y estético del medio. Los fotógrafos de los que me voy a ocupar aquí despliegan en sus obras estrategias de indagación y deconstrucción del espacio que, lejos de ceñirse a un registro impostada y presuntuosamente impasible, marcan sus posicionamientos frente a aquello que fotografían, al subrayar los equívocos y absurdos que esconden las imágenes, al desmontar los códigos culturales inscriptos en ellas y al jugar con la porosidad entre los aspectos documentales de las imágenes con las que trabajan y la ficción.
En las obras fotográficas de Eduardo Gil, Esteban Pastorino y Santiago Porter, referidas a entornos urbanos y edificaciones en pueblos o ciudades a lo largo del territorio argentino, el espacio es un campo de experimentación de lo sensible que ofrece imágenes de la no pertenencia y comunidades expandidas, desdibujadas, distópicas. Testigos físicos de los idearios de progreso que marcaron ciertas etapas puntuales de reactivación económica y social del país, los espacios, edificios y monumentos retratados por estos fotógrafos configuran un mapa espectral de capas temporales superpuestas, donde es posible leer usos, apropiaciones y abandonos, las huellas de la historia y los efectos políticos que convirtieron a esos lugares en ruinas desde el momento de su concepción.
Esteban Pastorino: cartógrafo de una escenografía fantasmal[1]
En el año 1936, como parte de la reactivación económica de un país azotado por la crisis del 29, el gobernador de Buenos Aires, Manuel Fresco, un conservador filofascista, impulsaba un ambicioso plan de edificaciones en los municipios del sudoeste la provincia. El proyecto estuvo a cargo del ingeniero y arquitecto de origen siciliano Francisco Salamone, quien ganó todos los concursos y licitaciones para la construcción de instalaciones monumentales que sellaban la firme presencia del Estado en la fisonomía de la pampa bonaerense. En el lapso de tan solo cuatro años Salamone diseñó, dirigió, supervisó y construyó alrededor de unas sesenta edificaciones de estilo ecléctico e inclasificable hechas en hormigón – principalmente mataderos, cementerios y palacios municipales- que se erigen como moles longitudinales sobre la planicie ocupada por humildes asentamientos, sucesores de los fortines levantados hacia fines del siglo XIX para la defensa frente al indio. Probablemente ese sincretismo inasimilable – que mixtura elementos de art decó, el cubismo checo, expresionismo y constructivismo ruso- sumado a las sospechas sobre la orientación ideológica del arquitecto hayan incidido en la valoración marcadamente tardía de su obra, 60 años después de haber sido construida. Alberto Belucci, uno de los pioneros en estudiar su trabajo dice: “(…) todavía nos sentimos demasiado cerca de los significados autoritarios que se le asocian como para intentar un análisis desapasionado de sus cualidades arquitectónicas y plásticas” (1993:27). Como si tal disección fuese posible: de un lado la forma, del otro el contenido; de un lado el atractivo visual, del otro las connotaciones e implicancias sociales y políticas. La historia y las encrucijadas estéticas del siglo XX nos han demostrado que tal separación es consumable tan solo como ficción teórica o temible abstracción. Tal como lo expresa Georges Didi –Huberman, para saber, comprender, situarse en una configuración histórica se debe practicar un enfoque que supone exigencias formales indisociables de las tomas de posición política (2008). Probablemente el interés que llevó al fotógrafo Esteban Pastorino a cartografiar, entre 1998 y el 2000, la obra del arquitecto -figura que en los últimos años inspiró una auténtica logia- descanse en el nudo dialéctico que irradia esa geometría futurista y el conflicto del que es cifra. Porque según nos previene Pastorino, el ambicioso programa urbanístico concretado por Salamone como arquitecto oficial durante la década infame “(…) puso en evidencia, una vez más, el fracaso de la utopía de la Argentina agroganadera rica y poderosa. Y el fracaso abre la grieta entre la ficción en la que todavía creemos y la realidad que no nos decidimos a aceptar" (2005-2010). Retengamos estas dos series: ficción y realidad. En la arquitectura salamoniana hay algo oscuro que no lo explica la hibridación de estilos; un movimiento irresuelto entre monumento y movimiento, entre los volúmenes contundentes y los quiebres facetados, una descoyuntura, si se quiere, entre significado y significante: ningún edificio se parece a otro y sus formas no guardan relación con la funcionalidad. Dardo Arbide encontró una frase para describir el fenómeno: “en Salamone la masa se espiritualiza” (2003:106). Me interesa esta idea de que aquello que es concreto, presente, y hasta de naturaleza háptica transmute hacia una existencia más ligera, conquiste una superficie espectral, fantasmagórica. En Salamone, así llama a su serie de fotografías, Pastorino trabaja en el registro de esa indeterminación. Al emplear la goma bicromatada, esa técnica decimonónica que permitía alterar tonos y borrar detalles para producir efectos plásticos, expande las posibilidades del medio fotográfico con imágenes formadas por una gama infinita de pigmentos, sustrato material que espesa los tiempos convocados por la fotografía: un pasado aún abierto late en el presente desde sus ruinas. Una arquitectura fantasmal que años más tarde será el espacio ideal para las Historias Extraordinarias, de Mariano Llinás, que viene a habitar con sus personajes extravagantes los escenarios vacíos de Pastorino.
Es interesante, por otro lado, el giro que da el fotógrafo, con su exploración de procesos, a una de las líneas de interpretación de la fotografía en el terreno del arte contemporáneo. En “De l’image –trace a l’image fiction”, un artículo publicado en la revista Études photographiques (2016), Philippe Dubois realiza un balance de las teorías que marcaron el pensamiento sobre la fotografía desde la década del 80, momento de auge de la perspectiva referencialista e indexicalizante hasta el escenario contemporáneo, que caracteriza como un campo más denso y complejo, a la vez que menos definido y diversificado. Los cambios fundamentales en el período analizado se refieren tanto a la ontología como a los usos de la imagen. Desde que, con la llegada de la técnica digital, la fotografía no se define como una captación de lo real sino como una representación que puede corresponder o no a lo real, afirma Dubois, la imagen contemporánea puede ser pensada como algo que está allí no en tanto una huella, sino como un universo de ficciónque exhibe paralelamente el mundo referencial. Dubois llega así a su hipótesis teórica de la imagen fotográfica contemporánea, asimilada a la posfotográfica, como la expresión de mundos posibles. Con el empleo de esta categoría conceptual, su propuesta se reconoce explícitamente deudora de los modelos que - en el terreno de la lógica, la filosofía analítica y la semántica- desde hace tres décadas vienen tratando el problema de los regímenes de verdad en la ficción, los verosímiles e imaginarios que las obras literarias y artísticas crean y también hacen estallar. Con Salamone, su serie de fotografías, Pastorino toca un punto sensible de esta cuestión y desarma el presupuesto que sostiene lo que podría considerarse una nueva ontologización que desplaza la sobredeterminación de lo real sobre la traza de luz a la relación entre un mapa de bits con el mundo heterogéneo pero no menos determinante de la ficción. Lo sugestivo es que en la propuesta de Pastorino el pasaje a ese universo de ficción que los escenarios vacíos de las construcciones salamónicas sugieren es habilitado por un procedimiento que viene de los comienzos de la fotografía; es decir, el fotógrafo no busca recursos, en este caso, en el repertorio multimedial del presente, sino que va hacia el pasado a encontrarlos. Y este anacronismo nos lleva a poner a prueba la hipótesis de Dubois también en un sentido retrospectivo: ¿o acaso en los experimentos de Hippolyte Baraduc con el aura o de Nadar con los espectros, por citar unos ejemplos, no existía la idea o el deseo de un universo de ficciones por explorar?
Eduardo Gil: el nostálgico y el montajista
En la misma línea que la obra de Pastorino, Aporías (2005-2015)[2], de Eduardo Gil, señala las contradicciones de, en sus palabras, “imágenes de un país pensado para una grandeza que no llegó nunca” (2010). Desde su título Aporías evoca en tono filosófico una contradicción que se revela específica y situada: las fotografías que componen la secuencia registran vestigios de proyectos truncos, sitios inexplicables emplazados en paisajes desolados o marginales. Entre las construcciones y los espacios fotografiados -la mayoría se sitúan en la Patagonia- figuran fachadas de edificios, fábricas, viviendas y depósitos abandonados, diversos detritus industriales, en un juego de alternancias entre tomas exteriores e interiores.
El fotógrafo pensó a la serie como una “sinfonía visual”, con un movimiento matriz integrado por algunas piezas que dieron origen al conjunto y otros tres movimientos que nuclean imágenes según ejes: Marcas alude a las huellas de distintos materiales sobre superficies de ambientes fabriles; Números compila un conjunto de dígitos que en el pasado organizaron, jerarquizaron o señalaron partes de edificaciones y artefactos actualmente en desuso; en tanto que Enjoy it agrupa fotografías de lugares originariamente destinados al turismo y que hoy son despojos deshabitados.
Aporíasseñala -junto con Paisajes (2004-2015), serie que le es contemporánea - el inicio de un período en que Gil transformó, mediante una indagación dirigida, consciente, el modo de trabajar que caracterizaba sus famosos ensayos fotográficos de los años 80 y 90. Deudores de una herencia humanista, los ensayos de esa época articulaban un relato nacional en imágenes, desde la dictadura militar hasta fines del siglo XX, haciendo foco en actores sociales, sucesos y escenas de una Argentina tensionada entre un pasado no resuelto y un presente conflictivo. En la etapa siguiente, a comienzos del nuevo siglo, la apuesta expresiva de Gil mostró ciertas torsiones y desplazamientos: de la fotografía en estricto blanco y negro en clave bressoniana al uso de películas color; del formato pequeño a la experimentación con formatos mayores, del énfasis puesto en el contenido, la denuncia y el carácter documental a la búsqueda de una síntesis visual ligada a una intención conceptual. Las fotografías de Praesag?um, un pequeño catálogo elaborado en base a imágenes de su archivo, anticipan algunos planteos que el artista desarrolló de forma más sistemática en Aporías, como el uso de la perspectiva frontal, la preocupación por una reproducción precisa y de alta calidad o el enfoque uniforme de los objetos representados (2209:13). Estas características -junto con el empleo de un esquema de composición que hilvana las piezas, la centralidad de la arquitectura como motivo y la idea de serie como una obra abierta posible de ser continuada en el tiempo- ubican a Aporías en sintonía con los lineamientos visuales de los movimientos europeos y norteamericanos que, hacia mediados de los años 70, encontraban en la poética de los paisajes industriales un nuevo modelo estético.
Pero aquellos primeros acercamientos fotográficos a los paisajes posindustriales, que nutrieron profusos inventarios de construcciones y objetos en desuso (como los trabajos de los Becher, Gerrit Engel o Ed Ruscha), provenían de sociedades en donde esas edificaciones, artefactos y maquinarias habían cumplido una función, aunque de vida corta, es decir en esas ruinas era posible leer un orden anterior y el fracaso de una filosofía de progreso en la que aún estaban inmersos. Despojados de sus atributos originales y fuera de sus contextos de circulación, devenidos en una especie de ready- made, esos restos eran tanto monumento/documento como motivo de fascinación formal. Ahora bien, ¿qué sucede cuando lo que se registra como resto no llegó a ser? ¿De qué es ruina aquello que no tuvo uso, funcionalidad, o que sencillamente no alcanzó a desplegar las potencialidades imaginadas cuando fue creado? ¿Qué clase de nostalgia moviliza? Construcciones inacabadas, un cartel que nunca alojó anuncio alguno, un galpón enorme de forma extraña destinado a estudios de meteorología jamás habitado. En ciertas zonas de Aporías, Gil explora un registro particular de la memoria acerca del espacio, trabaja sobre una ausencia constitutiva, sobre un extravío del paisaje: en aquello que la historia urbana ha pasado por alto, en lo aparentemente insignificante, en los márgenes de los márgenes, en los desechos de los desechos, allí encuentra lo que para él tiene algún tipo de valor y el núcleo donde su obra ejerce una “salvación del fragmento”. Esos signos del vaciamiento, significantes que no tienen nombre o entidad, en su materialidad resisten como pura ostensión.
Si en Aporías ante los restos, que parten de la experiencia de una disolución, de una pérdida, se convoca la alegoría, es decir, una resistencia a toda pretensión de idealización; en su obra más reciente Gil elige su contraparte, el montaje, el método de construcción del materialista histórico para levantar, como un ingeniero, con esos restos de la historia y del paisaje, un armazón conceptual para entender el presente. En Señas personales (2011-2015), obra de factura performática, el artista documentó su irrupción en el paisaje –playas, campos, formaciones montañosas- al que modifica sistemáticamente cada vez que deja como impronta su rastro genético en él. Así, Aporías y Señas personales dialogan en un elocuente contrapunto porque si en la primera se despliega una mirada saturnina que merodea las ruinas de la historia, la segunda se erige como una apuesta constructiva que ensaya formas simbólicas de transformación del entorno natural y cultural.
Propongo leer este contrapunto como parte de un mismo proyecto de obra, subrayar una coherencia y también una continuidad en lo que la crítica ha tendido a compartimentar en momentos desconectados entre sí, entre lo alejado en el tiempo y aparentemente heterogéneo, entre los famosos ensayos fotográficos de carácter documental elaborados durante los años 80 y 90 y su obra contemporánea. Como si en ese camino de elaboración conceptual, de vaciamiento aparente, las formas no se fueran despojando de su conexión con lo social sino, muy por el contrario, apuntaran con insistencia a su núcleo sensible, allí donde pulsa lo que aún está por revelarse.
Santiago Porter: el fotógrafo como storyteller
Animado por un interés por la obsolescencia de los monumentos, en 2005 Santiago Porter comenzó un proyecto de larga duración (le llevó más de diez años) que con posterioridad llamó Bruma. Se trata de cuarenta obras que se extienden hasta el presente divididas en tres capítulos: Edificios, Monumentos y Paisajes. En una entrevista con motivo de la última exhibición de la serie, Porter explica la motivación de su trabajo: “(…) la idea es la relación que se puede establecer entre cómo las cosas se ven y lo que a las cosas les ha pasado. O como las cosas, una vez fotografiadas, adquieren una capacidad extraordinaria para evocar las historias de las que fueron protagonistas” (Casanovas, 2018: 28). El camino que recorre Porter desde las historias hacia las imágenes es singular y hace de él un tipo particular de fisgón urbano: no llega a ellas tan solo a través de un reconocimiento visual o por su mero atractivo–aunque es indudable que algunas, como el monumento a la bala o el altar consagrado a la virgen de Luján con forma de tanque de guerra, resultan tan extravagantes y entrañables como el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección-; llega a esas imágenes a partir de los relatos que en ellas anidan, porque cada una contiene una anécdota o un suceso que la funda. Fotografiar edificios, espacios y objetos que han sido paradigmáticos de determinados períodos de la historia pero cuyo origen y existencia se han neutralizado en un paisaje mudo y asimilado resulta, a los ojos de Porter, un ejercicio necesario de memoria. Lo que el artista hace es devolverles a esos objetos su potencialidad narrativa, reconectarlos con la experiencia. Esta vuelta a la vida de lo invisibilizado por una amnesia histórica supone un trabajo minucioso con la palabra y con la imagen, un trabajo paciente y atento tanto a la escucha como a la transmisión, que haga justicia a esas historias olvidadas. Recordemos que esa era la tarea a la que se abocaba el narrador de Benjamin, una figura trashumante que, emparentada al marino o al artesano, traficaba historias que venían de lejos, relatos que daban cohesión e identidad a una comunidad. Una zona de Bruma encierra ciertas historias alrededor de edificios públicos construidos entre las décadas del 30 y del 50, cada uno representa un estadío y un área específica – Salud, Obra Pública, Justicia, Administración- en que el Estado se hace presente. Por ejemplo, la fachada del monumental edificio del Policlínico Ferroviario, inaugurado por Perón en 1952, alberga la historia de privatización, escándalos y corrupción que llevaron a su declive, pero también una historia menor pero potente, y de involuntaria resistencia, la de Adela Ponce, la única paciente cuyo estado delicado de salud hizo que el hospital se mantuviera abierto y en funcionamiento más allá del decreto de su clausura. En la tercera etapa del proyecto Porter asume “(…) recorrer país para fotografiar lugares específicos donde la fisonomía del paisaje se ha visto modificada tanto por decisiones políticas como por el propio peso de la historia” (Porter, s/f). Así, la fotografía de unos campos en la localidad tucumana de Monteros, después de la quema que se produce al finalizar la cosecha de la caña de azúcar, donde aún persiste la humareda es un testimonio tangible que acusa y mantiene latentes los signos del Operativo Independencia y el consecuente terrorismo de Estado implementado a mediados de los años 70.
Sin dudas, una de las fotografías más inquietantes e invocadas de la serie es la referida a la escultura en mármol de Eva Perón sin cabeza emplazada desde 1996 en la quinta 17 de octubre en San Vicente, esa Eva decapitada durante el golpe del 55, momento en que un comando militar irrumpe en el taller del escultor Leone Tommassi, a quien Perón le había encargado la obra, y procede a romper con picos y mazas estatuas que luego fueron arrojadas al Riachuelo. En una ambiciosa exposición celebrada en Buenos Aires a comienzos del año 2018 sobre las consideradas contradicciones y continuidades que atraviesan la fotografía argentina desde sus orígenes hasta el presente[3], la Eva de Porter fue puesta en serie junto a otras fotografías que, como las de Giselle Freund en la revista Life, las de Annemarie Heinrich que retrataban a la primera dama con el glamour de las estrellas del espectáculo, o las de Juan Di Sandro sobre su ceremonia fúnebre, además de resultar piezas representativas de un momento de modernización del medio fotográfico, refrendarían, según el relato curatorial, la idea de que Eva fue el “mito más importante de la ideología del peronismo” ( Alonso and Keller, edit., 2017: 3). Sin detenerme en el tipo de recorte de las imágenes exhibidas allí, que parcelan solo ciertas facetas del mito, la fotografía de Porter en ese contexto se vuelve significativa ya que es la única que, en más de un sentido, vulnera la serie. No solo por la cesura temporal que la separa de las otras piezas contemporáneas a Evita, tomadas en vida o cercanas al momento póstumo, o porque acumule como sedimentos los sentidos de los relatos tejidos en torno de una figura tan atractiva como controversial de la historia política argentina, sino porque la genealogía de esa Eva decapitada, en tanto cuerpo intervenido y ultrajado, motivo y emblema de disputas políticas no es tanto visual como literaria: evoca una extensa, longeva y profusa tradición que va de “El simulacro” de Borges a “Esa mujer”, de Walsh, que se extiende desde “ Ella” de Onetti a “La señora muerta”, de Viñas.
La labor artesanal a la que Porter se entrega como storyteller queda además rubricada en una serie de cuadernos de trabajo que, junto con las fotografías, ha venido exhibiendo en las muestras de Bruma. “Cuadernos de trabajo”: así es como los llama a esa serie de Moleskine que, por su estructura de apuntes sueltos, notas, bocetos que ponen a disposición un método de trabajo y de pensamiento, se emparientan más con el Libro de los Pasajes de Benjamin o los diarios de trabajo de Brecht, que con el libro de artista, género tan ubicuo del arte contemporáneo. Cuando se lo interroga por la forma de producción de su obra, Porter ensaya algunas reflexiones elocuentes sobre las distintas formas en que las imágenes pueden materializarse, plasmarse, ser albergadas o contenidas en el régimen del arte contemporáneo. Al tiempo que no cede a la pulsión de producir indiscriminadamente fotografías y seguir abonando así una economía visual que se sabe saturada de imágenes -es decir, selecciona muy cuidadosamente qué tomas hará y bajo qué condiciones- su apuesta declina por la puesta en evidencia de ciertas imágenes que deberían ser percibidas y no solo reconocidas, y lo hace a través de operaciones de extrañamiento que hacen manifiesta esa sustracción. Por otro lado, en sus cuadernos de trabajo recurre a la pintura y al dibujo, esas “otras disciplinas”, prácticas impropias e inciertas que, independizadas del dogmatismo de lo fotográfico, propician escenarios lúdicos donde experimentar con libertad durante el proceso de elaboración.
Para finalizar, quisiera detenerme en una de esas libretas que, sin ser parte estricta de los cuadernos de trabajo, configura algo así como un álbum de grado cero del paisaje. Corresponde a la obra temprana de Porter, es de 1996, se titula El espacio entre las cosas y reúne una serie de fotografías en blanco y negro sobre paisajes naturales y urbanos, atravesados por el tiempo, los ciclos estacionales y la diferencia. Algunas de esas fotografías registran, por ejemplo, la diferencia mínima entre dos medidas de acercamiento a lo que parecería ser el cambio de agujas en las vías de un tren; otras el Central Park nevado o con su vegetación florecida y los edificios detrás. Imágenes de tierra, nieve y habitaciones vacías: un repertorio de escenas de las que Robert Frank es cita y punto de anclaje. Pero además es inevitable no evocar, cuando se mira las fotografías que abren esa serie, precuela de lo brumoso porteriano, la atmósfera de las dunas de O’ Sullivan en el desierto de Carson, Nevada, otro origen posible de sus paisajes. Las colecciones de vistas eran, como se sabe, la forma principal de difusión de la fotografía de paisaje a lo largo del siglo XIX y aún avanzadas las primeras décadas del XX. Eran comercializadas por su proximidad a las narrativas de viaje pero esencialmente las historias que esas colecciones nos cuentan son las de la conquista de un punto de vista y un encuadre. En El espacio entre las cosas se puede intuir esa conquista o, mejor, lo que será una búsqueda obstinada y sustancial, podemos seguir los rastros de indagación en el paisaje si miramos esa línea en la que se unen el cielo con el mar, la tierra con el cielo. Hacia esa dirección Porter dirige su cámara, el punto de donde todos los horizontes provienen y también la expectativa de los lugares por venir. No hay borradura de las huellas, entonces, para estos fotógrafos que habitan la escena contemporánea, sino figuraciones y apropiaciones múltiples del paisaje. Paisajes que, lejos de acomodarse a una tranquilizadora economía de signos y referentes, formas y abstracciones, devienen cuerpo de sedimentos, catástrofe o escenografía desquiciada.
Bibliografía:
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Bertúa, Paula (2016), Splitting Patagónico (a G.M.C.), 2006 , catálogo online de la Fundación Malba. Disponible en:< https://coleccion.malba.org.ar/splitting-patagonico-a-g-m-c-de-la-serie-aporias/>, consultado el 10 de enero de 2020.
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Casanovas, Laura (2018). “La Argentina como fábrica de ruinas” en revista Ñ, 8 de enero: 28-29.
Didi– Huberman, Georges (2008). Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia, 1. Madrid: Machado Libros.
Dubois, Philippe (2016). “De l’image-trace à l’image-fiction” en Études photographiques. Número 34 (2016): 1-11, Disponible en: <http://journals.openedition.org/etudesphotographiques/3593>, consultado el 3 de enero de 2020.
Gil, Eduardo (2009). Praesag?um = Praesag?um. Buenos Aires: 12 NA.
__________ (2010). “¿Qué es la fotografía?” (entrevista de Gabriela Schevach), Alphaville, 1º de septiembre. Disponible en: https://alphavilles.wordpress.com/tag/eduardo-gil, consultado el 13 de enero de 2020.
Lissovsky, Mauricio (2015). “Por una historia de las huellas. El paisaje fotográfico como imagen dialéctica” en Ester Cohen (comp.). Walter Benjamin. Resistencias minúsculas. Buenos Aires: Ediciones Godot.
Pastorino, Esteban (2005-2020). “Aéreas, 2005/2010” en web site Esteban Pastorino Díaz. Disponible en: <ht-tps://www.estebanpastorinodiaz.com/estebanpastorinodiazaereastexto.html>, consultado el 14 de enero de 2020.
Porter, Santiago (s/f). “Bruma (tercera parte) .Fotografías de la Argentina o de una posible relación entre el aspecto de las cosas y su historia. Parte III - 2012/en progreso” en web site Santiago Porter. Disponible en: <http://www.santiagoporter.com/textos>, consultado el 13 de enero de 2020.
[1]Este apartado resume algunos términos del capítulo de mi autoría “Esteban Pastorino: Variaciones sobre la distancia”, publicado en el volumen: Lucero, María Elena (coord.). (2019). Imágenes en tránsito. Acciones y procesos. Rosario: UNR Editora: 96-102.
[2]Para una aproximación específica a la serie Aporías, véase: Bertúa, Paula (2016), Splitting Patagónico (a G.M.C.), 2006 , catálogo online de la Fundación Malba. Disponible en:< https://coleccion.malba.org.ar/splitting-patagonico-a-g-m-c-de-la-serie-aporias/>, consultado el 10 de enero de 2020.
[3]Me refiero a la exposición Fotografía Argentina 1850-2010: Contradicción y continuidad, organizada por The J. Paul Getty Museum y con curaduría de Judy Keller, Idurre Alonso y Rodrigo Alonso, en la Fundación Proa, desde el 21 de abril hasta el 9 de julio de 2018.