Santiago Porter
Los días nublados, Ediciones Asunción, Buenos Aires, 2023
Yo conocía bien el edificio de la AMIA. Había estado en varias oportunidades. Recuerdo haber acompañado cuando era chico a mi abuelo David, en ocasión de la muerte de algún familiar, a la oficina de sepelios a negociar el precio de una parcela en el cementerio de Tablada. No era del todo un mal programa, porque incluía la posibilidad de, una vez terminado el trámite, ir a comer con él un sándwich de pastrón a alguno de los lugares del Once que mi abuelo frecuentaba.
A principios de los noventa, volví a visitar el edificio. Me había propuesto encontrar unos textos escritos por un tío abuelo que daban cuenta de la historia de la llegada de mi familia al país, a principios del siglo XX. El escritor en cuestión se llamaba Israel Zeitlin Porter y con el tiempo devino en un intelectual de prestigio con el seudónimo de César Tiempo. Fue escritor, periodista, guionista y dramaturgo, y de la generación de mi abuelo fue el único que no nació en Argentina. Los textos que yo buscaba contaban con precisión el derrotero de los Porter desde que abandonaron Ekaterinoslav, hoy Ucrania, en aquel momento parte del Imperio Ruso, agobiados por las persecuciones y los pogroms, hasta llegar a Buenos Aires, en 1906. Estos relatos, aparentemente escritos en idish, fueron publicados en revistas comunitarias en la década del cuarenta. Sabía que existían porque mis tías abuelas, Sari, Freda y Marcela, los citaban habitualmente. Los recordaban, pero no los tenían. A mí me interesaba en aquel entonces reconstruir la historia de la familia y tal vez hacer algo con eso. Algún ensayo, alguna serie de fotos.
El lugar indicado para comenzar la búsqueda era el Instituto Judío de Investigación, el IWO, que funcionaba en la biblioteca de AMIA. Este organismo se dedicaba específicamente a documentar la cultura y el lenguaje de los judíos de Europa Central y Oriental en un contexto de discriminación y persecución. Para comienzos de 1994, ya había visitado la biblioteca varias veces y había hecho algunos pocos avances en la investigación.
En ese entonces, yo tenía veintidós años y ya trabajaba como reportero gráfico en el diario Clarín. La mañana del 18 de julio de ese año, había llegado temprano al diario porque tenía una nota asignada desde el día anterior. Una producción de modas para el suplemento “Mujer”, en algún lugar del norte del conurbano.
En aquella época, el diario contaba con una flota de autos propios manejados por un grupo de choferes que nos llevaban y traían de las notas. Cada auto estaba equipado con una radio que nos comunicaba permanentemente con la redacción. Además, los fotógrafos teníamos siempre encima unos handies voluminosos y pesados para estar en contacto con los autos y con los editores. No existían aún los teléfonos celulares.
Camino a la nota, estaríamos a la altura de Plaza Italia, creí escuchar algo así como un cimbronazo. Pensado desde el presente, suena bastante inverosímil, pero es lo que creo recordar. Un rato después, me llamó por la radio quien era el jefe de asignaciones del turno mañana para decirme que algo grave había sucedido. Que me olvidara de la nota que tenía asignada y que me dirigiera hacia al Once, que aparentemente había habido una explosión. Un escape de gas, tal vez una caldera, algo grande. Minutos después me volvió a llamar para darme más precisiones y para indicarme el lugar: Pasteur entre Viamonte y Tucumán. Volver nos llevó un buen rato. Veníamos en contra del tráfico y al retomar nos sumamos al gran caudal de autos que, cada mañana en hora pico, satura las calles de Buenos Aires en dirección al centro. Terminamos bajando por Avenida Córdoba en dirección norte desde la calle Riobamba. Hay algo por lo menos raro en este recuerdo. Si veníamos desde el norte, ¿cómo es que terminamos bajando por Córdoba hacia Pasteur desde el sur? En cualquier caso, poco antes de llegar a Junín ya no pudimos avanzar. Me bajé del auto, caminé por Córdoba hasta Pasteur y doblé a la izquierda en dirección a Viamonte.
Mientras avanzaba, me fui cruzando con gente que corría, que caminaba, algunos como desorientados, muchos lastimados. Un hombre alto, cubierto de un polvo blanco, como un espectro, apareció de repente y se me paró adelante, por un segundo y luego siguió caminando. Salió de un pequeño local, lo que parecía ser un bar, ahora destruido. A varios metros, afuera, sobre la vereda, estaba el mostrador, de esos que tienen heladera debajo de la mesada, destartalado y con toda la mercadería desparramada, como si fueran sus vísceras. Dos hombres pedían paso a los gritos mientras llevaban a una mujer recostada sobre una chapa. Crucé la calle pisando sobre una alfombra de vidrios. Absolutamente todas las vidrieras y las ventanas de los edificios estaban destrozadas. Igual que las puertas, algunas de hierro, arrancadas de sus marcos, esparcidas y mezcladas con pedazos de mampostería. Los autos, destruidos y desorientados, como en un desarmadero, despedían un fuerte olor a caucho quemado. Una mujer descalza y ensangrentada, sentada sobre el cordón de la vereda, amamantaba a un bebé. A su alrededor, desparramados por el piso, entre las piedras y cubiertos de polvo, zapatos, carteras, agendas, anteojos. A pocos metros, un camarógrafo de la televisión tomaba imágenes de los vidrios clavados como estalactitas en las paredes de un local comercial convertido en ruinas mientras un hombre mayor, de traje y corbata, no dejaba de gritar, desencajado, el nombre de una mujer.
Con cada paso el nivel de destrucción aumentaba y, en ese caos, nadie parecía estar a cargo de organizar nada. Cuando finalmente llegué a la esquina, entre todo el desastre pude ver con claridad lo que ya no estaba. Lo que antes había sido el edificio en el que tantas veces había estado era ahora una pila de escombros. Y sobre los escombros, gente caminando, moviendo piedras, agitando los brazos. Se escuchaban sus gritos, apenas tapados por el sonido de las sirenas de las ambulancias y de los patrulleros que iban y venían.
De todas estas escenas, me cuesta identificar cuáles son realmente recuerdos propios y cuáles recuerdos que surgen de los testimonios o de las imágenes que fui conociendo con el tiempo. No sé en qué momento supe que lo que había explotado era la AMIA. Tampoco sé en qué momento se empezó a hablar de un atentado. No recuerdo cuándo comencé a hacer fotos ni mucho menos qué fotos hice. Tampoco recuerdo lo que sentí frente a lo que estaba viendo. Sí recuerdo que, al rato, por handy, me dijeron que me moviera al Hospital de Clínicas, a donde trasladaban a los muertos y a los heridos. Fue desde ahí que mandé los rollos que había hecho al diario. Uno de los motoqueros que recogía el material me encontró sentado en las escalinatas del Hospital. Creo que fueron apenas dos rollos. Y luego me fui. Comencé a caminar por Avenida Córdoba hacia Pueyrredón y seguí. Y debo haber caminado un tiempo largo, porque llegué a mi casa, en Nuñez. Desde el diario ese día no volvieron a llamarme y yo tampoco me comuniqué. Calculo que recién regresé al otro día.
En aquel entonces el material producido en coberturas en las que participaban muchos fotógrafos se archivaba todo junto. Una vez que en la mesa de luz se seleccionaban los fotogramas que se iban a imprimir, los rollos de negativo blanco y negro de treinta y seis exposiciones se cortaban en tiras de cuatro cuadritos, se ensobraban, se rotulaban y se guardaban. Durante años, intenté identificar, entre la maraña de negativos producidos ese día y los posteriores, mis propias fotos. Lo intenté infinidad de veces. Pasé días desplegando y reconstruyendo rollos fraccionados, tratando de reconocer mis imágenes. Y me fue imposible. No se trató de saber qué tan buenas fueron las imágenes que hice esa mañana. Lo que siempre quise saber es qué fue lo que vi.
Mi relación con los recuerdos es errática, como si se fueran armando a partir de fragmentos que de alguna manera fui modelando para construir una versión de la historia que, en el mejor de los casos, me resultara tolerable. En el camino, abajo de infinitas versiones, va quedando lo que realmente sucedió. Y yo no recuerdo exactamente qué fue lo que me sucedió aquella mañana, pero siempre vuelvo a la versión que terminé asumiendo con el tiempo como la historia que me tocó vivir.
Tengo la sensación de que las imágenes que tengo en mi memoria son ajenas. Las fui incorporando con el tiempo y son las imágenes que vi una y otra vez en los medios. Son fotos de otros, son las imágenes de la televisión, los testimonios de los sobrevivientes. Al día de hoy quisiera saber qué fue lo que yo vi. Dónde deposité mi propia mirada. Qué recorte hice yo de ese caos indescriptible. Con el tiempo, terminé resignándome y aceptando que nunca iba a identificar mis propios negativos.
* * *
Con el correr de los días, me fui enterando de la muerte de personas que conocía. En los años que siguieron, participé de todos los actos de cada 18 de julio. Cubrí, como reportero gráfico, todo lo que tuvo que ver con el devenir político y judicial de la causa AMIA. En ese tiempo de indignación e impotencia, creció mi necesidad de hacer algo con lo que había sucedido. Ya no por supuesto con aquellos textos de César Tiempo, perdidos para siempre con la destrucción de la biblioteca, sino con el desastre que provocó la bomba. Reconozco también en la imposibilidad de recordar el origen del trabajo que terminé materializando años después, La ausencia. Es que trabajar sobre lo que nos atraviesa, lo que nos obsesiona, nos acerca a la posibilidad de tolerarlo y en el mejor de los casos, aceptarlo.
Siete años me llevó entender cómo este trabajo tenía que ser. En ese tiempo, como quien remueve escombros, fui descartando todo lo que sentí que sobraba. Me fui quedando solo con las decisiones y con los elementos que podía justificar en función del propósito de las fotos. Finalmente, compuse trípticos que incluyeron el retrato de un familiar de las víctimas, una fotografía de un objeto que perteneció a los muertos y un texto que, de alguna manera, construye el vínculo entre las dos imágenes.
Cuando me decidí a avanzar con el ensayo, empecé por contactar a los familiares de las víctimas que conocía. Ya había pasado tiempo desde el atentado y me obsesionaban la tenacidad y la perseverancia de los familiares en sus reclamos sostenidos por el esclarecimiento del crimen. Es a partir de mis conversaciones con ellos que pude comprender la función restauradora de la justicia. Por supuesto que nada puede reparar la destrucción provocada por el asesinato de un hijo, de una hija. Lo único que queda entonces, como forma de lidiar con ese dolor, es que quienes fueron responsables rindan cuentas. En tanto no haya justicia, ese dolor se replica, se amplifica y continúa destruyendo.
En el contexto de nuestra propia historia, anestesiados por la magnitud de la violencia que hemos padecido, las cifras y las estadísticas se han vuelto una suerte de abstracción que muchas veces nos impide dimensionar la gravedad de lo que sucedió. En este sentido, pienso en el gesto de otorgarles al reclamo y al padecimiento un nombre y un rostro, como un antídoto. Los retratos en el trabajo intentan de alguna manera cumplir con esta función.
En los años posteriores al atentado, tuve oportunidad de leer en el expediente de la causa las circunstancias en las que se encontraba cada una de las personas asesinadas y lo que les provocó la muerte. Pude identificar entonces cómo las posesiones, los objetos que les pertenecieron y que llevaban consigo al momento de la explosión dejaron de ser lo que eran, pasaron a ser evidencias para convertirse luego en vestigios. Estos objetos, que de alguna manera sobrevivieron a quienes los poseían, retornaron luego a sus familiares como reliquias. Al fotografiarlos, devenidos en imagen, dejamos de ver la presencia de una cosa para percibir en su lugar la marca de una ausencia. Una imagen que, además, nos señala el carácter criminal de esa desaparición. Retraté entonces los objetos que fueron encontrados con o junto a los cuerpos de las víctimas. Una campera, un reloj que aún hoy sigue funcionando, un delantal, una taza de porcelana, llaves, pinceles. En los casos en los que nada había podido rescatarse, trabajé con objetos que estuvieron en contacto con las víctimas en las horas previas al atentado: un perfume, una carta, una muñeca.
Con la misma estructura, retrato, objeto y texto, me propuse representar los ochenta y cinco casos. No tardé mucho en darme cuenta de que me resultaría imposible. Algunos familiares no querrían ser retratados, a otros ni siquiera podría ubicarlos. Pero, sobre todo, pensaba en las características del trabajo. En la reiteración excesiva temí que la serie no pudiera sostener la atención de quien la observara sin caer inevitablemente en una lectura indiferente. Pero si no eran todos, entonces cuántos.
Tenía muy presente las fotos de los muertos en las pancartas que portaban los familiares en los actos de cada 18 de julio. La diversidad en las edades, tanto de las víctimas como de quienes levantaban estos retratos, resultó ser una muestra elocuente de la magnitud de lo que había sucedido. A partir de eso, pensé en representar todos los vínculos posibles: un hijo, una hija, un padre, una madre, un viudo, una viuda, un hermano, una hermana, un familiar político.
El otro elemento que pude identificar como un testimonio de la dimensión criminal del atentado fue cómo la explosión alcanzó de manera letal a tantas personas en situaciones y en lugares tan diferentes. El que pasaba por la puerta, el que estaba a media cuadra, el que vivía enfrente, en la esquina, los que estaban circunstancialmente en el edificio y los que trabajaban allí, en cada uno de los pisos.
Resolví entonces incluir en las fotografías, de manera simultánea, todos los vínculos familiares posibles y, al mismo tiempo, todas las circunstancias en las que las víctimas se encontraban al momento de la explosión. Para hacerlo me fue necesario trabajar sobre veinte casos exactamente.
Todas estas decisiones ya habían sido tomadas para cuando comencé a fotografiar. Ya me había entrevistado en varias oportunidades con cada uno de los familiares a quienes iba a retratar y una suerte de confianza mutua se había establecido. Hacer las fotos me llevó dos años, entre 2001 y 2002. Todas las sesiones fueron idénticas, como pequeños rituales dedicados a cada víctima que elegí representar. Intentando ser breve y discreto, esperé siempre a los familiares en el estudio con todo listo. Las luces dispuestas y la cámara atornillada al trípode y ubicada para las tomas. No quise usar ni más material ni más tiempo que el necesario. Para cada retrato, solo un rollo de película blanco y negro de formato medio y de doce exposiciones. Nunca di indicaciones a los fotografiados. Solo una marca en el piso, frente a la cámara, y que me observaran durante el tiempo que me llevara hacer las doce fotos. El gesto y la postura serían los que tuvieran que ser.
Al terminar con los retratos, cambiaba el chasis con la película expuesta por otro con un nuevo rollo para los objetos. En cada caso, ya sabía perfectamente qué objeto sería. Estos siempre fueron elegidos por los familiares y yo ya los había visto en las reuniones previas. En cada oportunidad tenía entonces una mesa preparada especialmente acorde al objeto y, cuando los familiares me lo entregaban, los disponía y los iluminaba. Pocos minutos después, todo había terminado.
El último retrato que hice fue el de Daniel y Gabi. El viudo y la hija de Silvana Alguea de Rodríguez. También fotografié la cámara de fotos que perteneció a Silvana, que tenía 28 años y era asistente social. Trabajaba en el servicio social de la AMIA. Gabi tenía apenas meses cuando su mamá murió y había cumplido ocho años cuando la fotografié. Tenía exactamente la edad del hecho. Algo apenas distinto sucedió en aquella sesión. Ya había realizado once de las doce fotos del rollo destinado al retrato en las que Gabi posó aferrada a su papá, cuando, a falta de un cuadrito, Daniel se apartó y Gabi se quedó mirando fijo a la cámara. Disparé entonces una última foto a Gabi sola, sin su papá. Hice luego las imágenes del objeto, la cámara, y con ellas di por terminada la serie.
* * *
Pasaron los años y la causa AMIA se convirtió en un laberinto enmarañado en el que se perdió toda posibilidad de que se haga justicia. En estos años, la investigación acumuló más de 146 mil fojas. Más de ciento cincuenta personas fueron consideradas sospechosas y acusadas, incluyendo presidentes, ministros, jueces, fiscales y policías. Se pagaron sobornos y se firmaron tratados con países acusados de financiar y perpetrar el atentado. Aparecieron fiscales y testigos muertos. Al día de hoy, no hay un solo detenido.
En los aniversarios redondos, aquellos que señalan décadas, los acontecimientos retornan con una atención inusitada. Una atención que muchas veces, fogoneada desde los medios, resulta superficial y oportunista. Tuve claro este sentimiento en 2014, al cumplirse veinte años del atentado. Sentí entonces la necesidad de volver sobre el trabajo. Abrir allí una coda, agregar un espacio que pudiera resultar en una reflexión a propósito del tiempo transcurrido y sus implicancias.
Volví entonces a donde el trabajo había quedado. A las últimas fotos. Más específicamente, a la última. Aquel retrato de Gabi, sola, a sus ocho años. En el tiempo que siguió nos cruzamos con Daniel, su padre, en alguna que otra oportunidad. Más acá en el tiempo, retomé el contacto con Gabi, ya grande, y nos encontramos, junto con su hermana Martina, para hablar, entre otras cosas, de la memoria y de fotografía. Años después, Martina sería alumna mía en la universidad y, para cuando hubo terminado de cursar su licenciatura, fui el tutor de su tesis de graduación.
En aquella oportunidad, Gabi me compartió una foto de 1994 en la que está con su mamá. Es una pequeña copia color de diez por quince centímetros, con las puntas apenas redondeadas y un poco desteñida. En la imagen se la ve a Silvana, sonriente, en la calle, con su beba de meses en brazos. Esta es la última foto de Silvana. Pocos días después, moriría en el atentado.
En 2014, a poco de haber cumplido los veinte, invité a Gabi a posar nuevamente para la cámara. Es que no creo que haya manera más elocuente de dar cuenta del paso del tiempo que en los cambios en la fisonomía de una persona. Y no se me ocurre lenguaje más pertinente que la fotografía para expresarlo con contundencia. Abrí entonces un nuevo capítulo, poniendo en relación aquella foto de 1994 con el retrato de 2002 y con esta nueva imagen de 2014. Gabi tiene los mismos años que pasaron desde que explotó la bomba. Literalmente, toda una vida sin saber quiénes asesinaron a su mamá.
La ausencia viene a conectar episodios como una forma de señalar aquello que se destruyó. Así como el origen del trabajo se remonta a los relatos de las persecuciones padecidas por mi familia descriptas en los textos de César Tiempo, desaparecidos con la demolición de la biblioteca, aquí Gabi representa un tiempo que no cesa y, en su mirada sostenida, nos señala la falta. Tanto la de su madre asesinada como la de respuestas que eventualmente puedan ayudar a cicatrizar una herida que, en su caso, es perpetua.
Desde esta última fotografía pasaron ya casi otros diez años, y no he vuelto sobre La ausencia. Eventualmente pienso proponerle a Gabi un nuevo retrato. Tal vez el año que viene, en 2024, cuando ella cumpla treinta y se cumplan treinta años desde que ocurrió el atentado. O tal vez la próxima foto, si es que algún día ella decide ser madre, sea la de su hija o la de su hijo. Y ahí tal vez, aun sin justicia, algo pueda finalmente cerrar. Pero cómo saber.