Paula Bertúa
El arte contemporáneo y, por lo tanto, la fotografía, Ediciones Arte x Arte, Buenos Aires, 2020
En un ensayo que indaga en los rastros de la fotografía en el paisaje y en las narrativas posibles de tramar a partir de ellos, el teórico brasileño Mauricio Lissovsky se pregunta por las tensiones y permanencias que, desde la invención del medio, han marcado al género y que hallan en el paisaje fotográfico contemporáneo su expresión más flagrante (2015). Esta constatación lo conduce a formular algunos interrogantes: ¿cómo habitar este mundo sin dejar huellas?; ¿es posible pensar el espacio del presente como un lugar hospitalario para los seres vivientes y no como un mero objeto de contemplación donde lo único que queda son las marcas que ya se han trazado? Según el examen de Lissovsky, la fotografía se caracterizaría, desde sus orígenes, por una serie de borraduras sucesivas de las huellas del paisaje: un primer momento de ese proceso está dado por la reacción del pictorialismo ante el surgimiento de la instantánea y por sus tentativas de multiplicar las mediaciones artísticas que alejaran a la fotografía de lo meramente mecánico; un segundo momento se despliega, a lo largo del siglo XX, como un gesto reparatorio de borradura de la borradura que pretendía restituir la condición original intacta de aquello que era registrado. Y, por último, en el mundo actual, un mundo que es pura imagen o un pos-mundo de imágenes, los paisajes se han convertido en una suerte de geografía vacía, donde no habría puntos de vista que conquistar ni relatos que contar.
Me interesa hacer foco en este régimen de borradura progresiva que, según Lissovsky, alcanzaría su momento más destacado en la fotografía contemporánea, ya que esta percepción entra en sintonía con una posición crítica que lee en la fotografía argentina sobre el paisaje urbano de las últimas décadas la consolidación de una mirada neutral y desafectada, una actualización del legado de las posvanguardias que se plasmaría en la representación despojada y en clave objetiva y formal del territorio y de la arquitectura. Sin embargo, como pretendo demostrar, algunos fotógrafos de la escena contemporánea proponen formas novedosas de recorrer, representar e intervenir en distintos espacios, al diseñar sus propios itinerarios y dejar su impronta en ese transitar. Así, sus prácticas nos animan a poner en entredicho o cuanto menos a sospechar que el pródigo espectro de la figuración de lo que interpretamos como paisaje se pueda abreviar en unas pocas coordenadas al uso con las que habitualmente nos topamos en los relatos de desarrollo histórico y estético del medio. Los fotógrafos de los que me voy a ocupar aquí despliegan en sus obras estrategias de indagación y deconstrucción del espacio que, lejos de ceñirse a un registro impostada y presuntuosamente impasible, marcan sus posicionamientos frente a aquello que fotografían, al subrayar los equívocos y absurdos que esconden las imágenes, al desmontar los códigos culturales inscriptos en ellas y al jugar con la porosidad entre los aspectos documentales de las imágenes con las que trabajan y la ficción.
En las obras fotográficas de Eduardo Gil, Esteban Pastorino y Santiago Porter, referidas a entornos urbanos y edificaciones en pueblos o ciudades a lo largo del territorio argentino, el espacio es un campo de experimentación de lo sensible que ofrece imágenes de la no pertenencia y comunidades expandidas, desdibujadas, distópicas. Testigos físicos de los idearios de progreso que marcaron ciertas etapas puntuales de reactivación económica y social del país, los espacios, edificios y monumentos retratados por estos fotógrafos configuran un mapa espectral de capas temporales superpuestas, donde es posible leer usos, apropiaciones y abandonos, las huellas de la historia y los efectos políticos que convirtieron a esos lugares en ruinas desde el momento de su concepción.
Santiago Porter: el fotógrafo como storyteller
Animado por un interés por la obsolescencia de los monumentos, en 2005 Santiago Porter comenzó un proyecto de larga duración (le llevó más de diez años) que con posterioridad llamó Bruma. Se trata de cuarenta obras que se extienden hasta el presente divididas en tres capítulos: Edificios, Monumentos y Paisajes. En una entrevista con motivo de la última exhibición de la serie, Porter explica la motivación de su trabajo: “(…) la idea es la relación que se puede establecer entre cómo las cosas se ven y lo que a las cosas les ha pasado. O como las cosas, una vez fotografiadas, adquieren una capacidad extraordinaria para evocar las historias de las que fueron protagonistas” (Casanovas, 2018: 28). El camino que recorre Porter desde las historias hacia las imágenes es singular y hace de él un tipo particular de fisgón urbano: no llega a ellas tan solo a través de un reconocimiento visual o por su mero atractivo–aunque es indudable que algunas, como el monumento a la bala o el altar consagrado a la virgen de Luján con forma de tanque de guerra, resultan tan extravagantes y entrañables como el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección-; llega a esas imágenes a partir de los relatos que en ellas anidan, porque cada una contiene una anécdota o un suceso que la funda. Fotografiar edificios, espacios y objetos que han sido paradigmáticos de determinados períodos de la historia pero cuyo origen y existencia se han neutralizado en un paisaje mudo y asimilado resulta, a los ojos de Porter, un ejercicio necesario de memoria. Lo que el artista hace es devolverles a esos objetos su potencialidad narrativa, reconectarlos con la experiencia. Esta vuelta a la vida de lo invisibilizado por una amnesia histórica supone un trabajo minucioso con la palabra y con la imagen, un trabajo paciente y atento tanto a la escucha como a la transmisión, que haga justicia a esas historias olvidadas. Recordemos que esa era la tarea a la que se abocaba el narrador de Benjamin, una figura trashumante que, emparentada al marino o al artesano, traficaba historias que venían de lejos, relatos que daban cohesión e identidad a una comunidad. Una zona de Bruma encierra ciertas historias alrededor de edificios públicos construidos entre las décadas del 30 y del 50, cada uno representa un estadío y un área específica – Salud, Obra Pública, Justicia, Administración- en que el Estado se hace presente. Por ejemplo, la fachada del monumental edificio del Policlínico Ferroviario, inaugurado por Perón en 1952, alberga la historia de privatización, escándalos y corrupción que llevaron a su declive, pero también una historia menor pero potente, y de involuntaria resistencia, la de Adela Ponce, la única paciente cuyo estado delicado de salud hizo que el hospital se mantuviera abierto y en funcionamiento más allá del decreto de su clausura. En la tercera etapa del proyecto Porter asume “(…) recorrer país para fotografiar lugares específicos donde la fisonomía del paisaje se ha visto modificada tanto por decisiones políticas como por el propio peso de la historia” (Porter, s/f). Así, la fotografía de unos campos en la localidad tucumana de Monteros, después de la quema que se produce al finalizar la cosecha de la caña de azúcar, donde aún persiste la humareda es un testimonio tangible que acusa y mantiene latentes los signos del Operativo Independencia y el consecuente terrorismo de Estado implementado a mediados de los años 70.
Sin dudas, una de las fotografías más inquietantes e invocadas de la serie es la referida a la escultura en mármol de Eva Perón sin cabeza emplazada desde 1996 en la quinta 17 de octubre en San Vicente, esa Eva decapitada durante el golpe del 55, momento en que un comando militar irrumpe en el taller del escultor Leone Tommassi, a quien Perón le había encargado la obra, y procede a romper con picos y mazas estatuas que luego fueron arrojadas al Riachuelo. En una ambiciosa exposición celebrada en Buenos Aires a comienzos del año 2018 sobre las consideradas contradicciones y continuidades que atraviesan la fotografía argentina desde sus orígenes hasta el presente[1], la Eva de Porter fue puesta en serie junto a otras fotografías que, como las de Giselle Freund en la revista Life, las de Annemarie Heinrich que retrataban a la primera dama con el glamour de las estrellas del espectáculo, o las de Juan Di Sandro sobre su ceremonia fúnebre, además de resultar piezas representativas de un momento de modernización del medio fotográfico, refrendarían, según el relato curatorial, la idea de que Eva fue el “mito más importante de la ideología del peronismo” ( Alonso and Keller, edit., 2017: 3). Sin detenerme en el tipo de recorte de las imágenes exhibidas allí, que parcelan solo ciertas facetas del mito, la fotografía de Porter en ese contexto se vuelve significativa ya que es la única que, en más de un sentido, vulnera la serie. No solo por la cesura temporal que la separa de las otras piezas contemporáneas a Evita, tomadas en vida o cercanas al momento póstumo, o porque acumule como sedimentos los sentidos de los relatos tejidos en torno de una figura tan atractiva como controversial de la historia política argentina, sino porque la genealogía de esa Eva decapitada, en tanto cuerpo intervenido y ultrajado, motivo y emblema de disputas políticas no es tanto visual como literaria: evoca una extensa, longeva y profusa tradición que va de “El simulacro” de Borges a “Esa mujer”, de Walsh, que se extiende desde “ Ella” de Onetti a “La señora muerta”, de Viñas.
La labor artesanal a la que Porter se entrega como storyteller queda además rubricada en una serie de cuadernos de trabajo que, junto con las fotografías, ha venido exhibiendo en las muestras de Bruma. “Cuadernos de trabajo”: así es como los llama a esa serie de Moleskine que, por su estructura de apuntes sueltos, notas, bocetos que ponen a disposición un método de trabajo y de pensamiento, se emparientan más con el Libro de los Pasajes de Benjamin o los diarios de trabajo de Brecht, que con el libro de artista, género tan ubicuo del arte contemporáneo. Cuando se lo interroga por la forma de producción de su obra, Porter ensaya algunas reflexiones elocuentes sobre las distintas formas en que las imágenes pueden materializarse, plasmarse, ser albergadas o contenidas en el régimen del arte contemporáneo. Al tiempo que no cede a la pulsión de producir indiscriminadamente fotografías y seguir abonando así una economía visual que se sabe saturada de imágenes -es decir, selecciona muy cuidadosamente qué tomas hará y bajo qué condiciones- su apuesta declina por la puesta en evidencia de ciertas imágenes que deberían ser percibidas y no solo reconocidas, y lo hace a través de operaciones de extrañamiento que hacen manifiesta esa sustracción. Por otro lado, en sus cuadernos de trabajo recurre a la pintura y al dibujo, esas “otras disciplinas”, prácticas impropias e inciertas que, independizadas del dogmatismo de lo fotográfico, propician escenarios lúdicos donde experimentar con libertad durante el proceso de elaboración.
Para finalizar, quisiera detenerme en una de esas libretas que, sin ser parte estricta de los cuadernos de trabajo, configura algo así como un álbum de grado cero del paisaje. Corresponde a la obra temprana de Porter, es de 1996, se titula El espacio entre las cosas y reúne una serie de fotografías en blanco y negro sobre paisajes naturales y urbanos, atravesados por el tiempo, los ciclos estacionales y la diferencia. Algunas de esas fotografías registran, por ejemplo, la diferencia mínima entre dos medidas de acercamiento a lo que parecería ser el cambio de agujas en las vías de un tren; otras el Central Park nevado o con su vegetación florecida y los edificios detrás. Imágenes de tierra, nieve y habitaciones vacías: un repertorio de escenas de las que Robert Frank es cita y punto de anclaje. Pero además es inevitable no evocar, cuando se mira las fotografías que abren esa serie, precuela de lo brumoso porteriano, la atmósfera de las dunas de O’ Sullivan en el desierto de Carson, Nevada, otro origen posible de sus paisajes. Las colecciones de vistas eran, como se sabe, la forma principal de difusión de la fotografía de paisaje a lo largo del siglo XIX y aún avanzadas las primeras décadas del XX. Eran comercializadas por su proximidad a las narrativas de viaje pero esencialmente las historias que esas colecciones nos cuentan son las de la conquista de un punto de vista y un encuadre. En El espacio entre las cosas se puede intuir esa conquista o, mejor, lo que será una búsqueda obstinada y sustancial, podemos seguir los rastros de indagación en el paisaje si miramos esa línea en la que se unen el cielo con el mar, la tierra con el cielo. Hacia esa dirección Porter dirige su cámara, el punto de donde todos los horizontes provienen y también la expectativa de los lugares por venir. No hay borradura de las huellas, entonces, para estos fotógrafos que habitan la escena contemporánea, sino figuraciones y apropiaciones múltiples del paisaje. Paisajes que, lejos de acomodarse a una tranquilizadora economía de signos y referentes, formas y abstracciones, devienen cuerpo de sedimentos, catástrofe o escenografía desquiciada.
Bibliografía:
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Arbide, Dardo (2003). “Una arquitectura de los márgenes. Reconsideración de la obra de Francisco Salamone”. Summa +. Número 63: 104-109.
Belluci, Alberto (1993). “Salamone, entre la escultura y el urbanismo” en Revista del Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo. Número 1: 21-27.
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Casanovas, Laura (2018). “La Argentina como fábrica de ruinas” en revista Ñ, 8 de enero: 28-29.
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Dubois, Philippe (2016). “De l’image-trace à l’image-fiction” en Études photographiques. Número 34 (2016): 1-11, Disponible en: <http://journals.openedition.org/etudesphotographiques/3593>, consultado el 3 de enero de 2020.
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Lissovsky, Mauricio (2015). “Por una historia de las huellas. El paisaje fotográfico como imagen dialéctica” en Ester Cohen (comp.). Walter Benjamin. Resistencias minúsculas. Buenos Aires: Ediciones Godot.
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[1] Me refiero a la exposición Fotografía Argentina 1850-2010: Contradicción y continuidad, organizada por The J. Paul Getty Museum y con curaduría de Judy Keller, Idurre Alonso y Rodrigo Alonso, en la Fundación Proa, desde el 21 de abril hasta el 9 de julio de 2018.