Santiago Porter
Los días nublados, Asunción Casa Editora, Buenos Aires, 2023
Hacía tiempo que la idea de volver a hacer fotos me daba vueltas en la cabeza. Más como un deseo que como algo concreto. En cualquier caso: ¿fotografiar qué? ¿Acaso otra vez los dilemas del sentido? ¿La pretensión? Sin embargo, luego de todo este tiempo pintando, con toda la incertidumbre y el sentimiento de inseguridad que a mí me provoca pintar, la idea de volver a pisar sobre tierra firme, trabajar en lo mío, con mis herramientas, como si tuviera alguna certeza, empezó a aparecer casi como una necesidad.
Con un viaje al sur con la familia en el horizonte próximo, empecé a considerar llevar la cámara conmigo. Cargar el equipo en el contexto de un viaje familiar era algo que no hacía desde hacía más de diez años. Hay veces que pienso que el haberlo cargado durante tanto tiempo, todo el día, todos los días, todo ese tiempo en el que trabajé como reportero gráfico, me dejó como una fobia. Fueron poco más de quince años ininterrumpidos, desde finales de los ochenta, desde aquellas primeras notas para la revista Cerdos y Peces, hasta el principio de los dos mil, cuando, luego de la crisis de 2001, decidí dejar el oficio. Es como si desde entonces hubiera evitado cargar el bolso salvo que fuera imprescindible. No es que desde entonces haya dejado de fotografiar, pero sí cambié radicalmente la manera en la que lo hice.
Volviendo al presente: dudé mucho pero finalmente decidí preparar las cosas para llevarlas. En la heladera aún tenía unas treinta placas de transparencia color que quedaron de las últimas fotos que había hecho para el tercer capítulo de Bruma, en 2012. Resolví entonces llevar la cámara de formato grande y llevar estas placas, aunque estaban vencidas desde 2015.
Podríamos decir que llevar o no el equipo a las vacaciones no presenta ningún dilema. Que es una pavada. Pero no es tan así. El bolso es voluminoso y bastante pesado. Cámara, lentes, chasis, la tela negra, la manga para cargar los chasis, la película y, sobre todo, el trípode. Y después, claro, esa presión que ejerce el equipo por su mera presencia, por el hecho de haberlo llevado. Esa presión para usarlo y no haberlo cargado en vano. Esa presión te puede arruinar las vacaciones.
El viaje implicaba un primer tramo en avión hasta Bariloche y ahí hacernos del auto y manejar ciento cuarenta kilómetros hasta el Bolsón. Allí nos quedaríamos unos diez días en la casa que nos prestaba una amiga de Luciana, mi mujer. Ni bien llegamos, incluso antes de bajar el equipaje del auto, antes de recorrer el lugar, saqué el equipo del baúl, saqué la cámara del bolso, la armé y la coloqué en el trípode. La ubiqué en el espacio más amplio de la casa, como para tener que verla, sí o sí. Como para tenerla presente. Y así fue, el aparato funcionó como un monolito que me recordaba que, habiendo hecho el esfuerzo de cargarlo hasta ahí, ahora no podía no usarlo.
Tenía diez placas cargadas en cinco chasis que había preparado en el estudio antes de salir. Y la cosa, de a poco, empezó a funcionar. Volví a mirar a través de la cámara, volví al ritual de observar. De a poco empecé a conectar con el lugar. Enseguida me di cuenta de que si iba a fotografiar lo haría ahí mismo. En la casa, en los alrededores. Lo que ahí veía. Fotografiar como una manera de vincularme con el momento y con el lugar. Estar ahí. Y en ese estar ahí, apareció el deseo de fotografiar a Julia y a Tobías. Una oportunidad. Hacía demasiado que no les sacaba fotos a mis hijos.
[1] Tobías se mostró al principio más colaborador, y Julia más reticente. A los dos tuve que perseguirlos un poco, día tras día, para que posaran. Toto después perdió la paciencia y Julia se interesó más. No solo pude retratarla, sino que me acompañó a hacer alguna que otra foto y hasta le dio cierta curiosidad el funcionamiento de la cámara.
Yo volví a entusiasmarme con hacer fotos como hacía mucho no me pasaba. Mirar a los chicos a través del lente, buscar el lugar, esperar la luz, el momento. Ese tiempo, el de la cámara de formato grande, sigue siendo un tiempo de observación detenida que valoro especialmente. Un tiempo compartido en el que el retratado, de alguna manera, se entrega ante la presencia de la cámara, deja de posar, y la mirada se revela con cierta cualidad, con cierta profundidad. Pienso en este volver al ritual de observar detenidamente, también como un intercambio de afecto. Volver a esa ilusión de construir algo. En este sentido, aun si las placas vencidas hace años salían mal, había algo de la experiencia que estaba bien.
Para ser verano, nos tocaron días nublados y un poco frescos. Una mañana de lluvia intensa preparé la cámara en un claro del bosque y lo convencí a Tobías de que se bancara el agua, porque quería retratarlo a la intemperie, con las gotas deslizándose por su cara y por sus hombros. Apenas podía verlo a través del visor empañado, pero incluso así me sentí Sally Mann. Terminamos los dos empapados. Yo extasiado y Tobías exasperado. El agua chorreaba por el fuelle y por el trípode. Eufórico, entré de nuevo en la casa mojando todo para ahora convencerla a Julia. Sin levantar los ojos del libro que leía, tirada en el sillón y envuelta en una manta, me dijo que ni lo pensara. Volví a intentarlo a la tarde cuando ya no llovía. Con una parsimonia total, Julia se sentó en una piedra y esperó a que yo ubicara la cámara justo frente a ella. El visor todavía no terminaba de desempañarse y la tela negra goteaba. De aquellas primeras diez placas que preparé en el estudio, me quedaban dos en un último chasis. Cuando todo estuvo listo, Julia cerró los ojos justo cuando apreté el extremo del cable disparador. Puse la chapa de protección, retiré el chasis, lo di vuelta y volví a repetir exactamente la misma foto, ahora con los ojos abiertos. Un díptico, pensé.
Esa noche armé la manga, retiré cuidadosamente las placas expuestas de los chasis y las volví a guardar en su caja. Al encintar la caja para protegerla, automáticamente se convirtió en ese tesoro que guarda la ilusión de un trabajo nuevo. Ese sentimiento es indescriptible. Cargué diez nuevas placas para seguir haciendo fotos.
Empecé a imaginarme las imágenes impresas, en distintos formatos. Trípticos de nubes con montañas que apenas se insinúan. Cuadros enormes. Retratos profundos, vinculados incluso con retratos que hice hace mucho. Señalar, otra vez, el tiempo. Las nubes, estáticas en la imagen fija, evocando algo efímero. Ahí había algo: los retratos y las nubes. Seguí insistiendo. Fotografié a Julia durmiendo, al cuaderno que siempre tengo encima, con algunas imágenes viejas y con hojas de árboles que traje de algunos paseos.
Tal vez por el entusiasmo, o por lo significativo del momento, no pude evitar hacer algunas imágenes con el teléfono de aquello que veía a través del visor de la cámara. Algo que, desde ya, es paradójico. Hacerme de alguna prueba inmediata, sin respetar los tiempos propios del proceso. Un sacrilegio. Con un par de ajustes, subí algunos retratos y algunos paisajes, como historias a Instagram. No puedo contestarme exactamente por qué lo hice o qué me impulsó a hacerlo, pero claramente fui en contra de mis propias predicaciones. La idea de que producir algo significativo requiere de procesos que conllevan tiempos que están claramente reñidos con los de Instagram y la ansiedad que provoca ¿Por qué no esperar entonces para ver y eventualmente compartir? ¿Y si estaba alterando, como Marty Mc Fly en Volver al futuro, algún orden natural de las cosas? ¿Y si estaba provocando algún desbarajuste con consecuencias en el futuro inmediato?.
* * *
El último día, teníamos que salir de El Bolsón cerca de las diez de la mañana, para llegar al aeropuerto de Bariloche, devolver el auto a las quince y tomar el vuelo a Buenos Aires a las dieciocho. Para las nueve de la mañana, ya había expuesto veintinueve placas de las treinta que había llevado. Me quedaba una, pero como no me decidí a hacer una última foto, guardé el equipo. Plegué el fuelle, acomodé los chasis, doblé con cuidado la tela negra. Metí todo meticulosamente en la mochila y junto con el trípode acomodé todo en el baúl del auto. Cuando ya estábamos casi listos para salir, con todos dentro del coche, las nubes se acomodaron de una forma nueva y una última foto se presentó como posible. Qué es lo que sucede para que un nuevo orden en las nubes sea de repente digno de ser fotografiado, para que sea una imagen potencialmente significativa, es indescifrable. Pero así funciona. Saqué todo de nuevo, con todos esperando. Armé la cámara, la atornillé al trípode, medí rápido la luz, antes de que el viento me quitara la imagen, y abrí el obturador por última vez. Algo de tranquilidad vino con el hecho de utilizar la última placa. Casi como un TOC. Dejar una sola sin exponer me resultaba perturbador, y ahora sí, con la sensación del deber cumplido, me podía volver en paz.
* * *
Al día siguiente, ya en casa en Buenos Aires, me puse a buscar dónde revelar. Entre las poquísimas opciones, el laboratorio que más frecuenté durante buena parte de mi vida como fotógrafo ofrecía en su página web revelado E6 en casi todos los formatos. He llevado material allí por años. En los noventa, y más acá también, pasaba por allí todas las semanas. Ahora no puedo recordar la última vez que fui, pero ya debe haber pasado más de una década. Intenté llamar por teléfono pero me fue imposible comunicarme. En el Instagram del laboratorio aparecía un número para mensajes de Whatsapp y allí escribí. El Whatsapp es letal para los que eventualmente padecemos la ansiedad. Hay veces que pienso que Instagram y Whatsapp van a terminar conmigo.
Después de un tiempo razonable, aunque para mí eterno, Gabriel, el dueño del laboratorio, me contestó con un mensaje de audio, afectuoso, en el que me contaba que estaban armando la cosa para revelar placas de transparencia color otra vez y que tenían casi todo listo, aunque aún no habían calculado los costos del servicio. Imposible para mí calcular cuánto costaría, pero en cualquier caso tendría que pagarlo. Aun si no tuviera el dinero, tendría que conseguirlo. Para ir avanzando decidí llevar las placas al laboratorio. Preparé las cajitas como solía hacerlo, reforzando con cinta para protegerlas y que no se abran, y rotulando cada frente con las instrucciones precisas para revelar. Tres cajas en total con diez placas cada una y la ilusión de volver a trabajar con fotos nuevas después de más de diez años.
Llegar al laboratorio fue en sí conmovedor. Como volver a otra época. Esa experiencia intransferible, asociada al anhelo, la expectativa, y la eventual desilusión. En aquel tiempo, ir al lugar implicaba también la posibilidad de encontrarse con alguien. Me recuerdo a mí mismo revisando material sobre el negatoscopio, contrariado, pero haciéndome el despreocupado mientras remaba alguna charla con algún colega que venía a dejar o a retirar lo suyo. Pequeñas delicias de la vida analógica, supongo.
Llegué al laboratorio, en San Telmo, luego de atravesar toda la ciudad, y estacioné en la puerta. Conseguir uno de los dos lugares disponibles en la cochera del lugar en aquella época ya hubiera sido en sí una buena señal. El local estaba igual, aunque se le notaba el paso del tiempo. Parecía más oscuro y faltaba la cartelera en la que se anunciaba equipos en venta, servicios y eventualmente, mensajes personales. Recuerdo que se podía encontrar muy buenas oportunidades. Hace mil años que no vendo ni compro equipos.
El laboratorio estaba vacío salvo por la chica detrás del mostrador, la misma que me recibía el material en aquella otra vida. La saludé efusivamente, como si fuera una reunión de ex compañeros de colegio, pero no recibí una respuesta acorde. Me devolvió un saludo distante y desaprensivo. Es verdad que tal vez mi entusiasmo fue excesivo. Le pregunté por Gabriel y cuando me respondió de parte de quién, me hizo saber que no me recordaba. Me preguntó si me esperaba, casi como una secretaria corporativa. Evidentemente las cosas habían cambiado. Le dije que no, pero que tenía que consultarle algo. No estaba dispuesto a dejar las placas así nomás, sin una charla mediante, sin intercambiar pareceres sobre cómo revelarlas, algo que hacía siempre, como parte del ritual. Agarró el teléfono, se dio media vuelta como para darme la espalda y algo habló. Luego giró para preguntarme mi nombre. Finalmente, tapándose la boca y bajando el tono, como hacen los jugadores de fútbol para que la cámara no capte el movimiento de los labios, volvió a girar para hablarle al tubo. Ya baja, me dijo, dándome la espalda, y volvió a lo suyo sin dirigirme más la palabra.
Al rato bajó Gabriel y él sí expresó cierta alegría al verme. Nos dimos un abrazo y apuramos los saludos de rigor, porque evidentemente estaba ocupado y había interrumpido algo para bajar a verme. Le entregué las tres cajitas, le expliqué que estaban vencidas y le compartí mis sugerencias para revelarlas. Me dijo que lo hablaría con Rubén, su hermano, que era quien revelaba. Rubén es un experto. Revela E6 desde siempre y me ha revelado transparencias y negativos por años. Acordamos revelar solo dos placas para ver cómo venían y evaluar cómo seguir desde ahí.
Esto fue un lunes y Gabriel me pidió que lo llamara jueves o viernes, que seguramente tendría novedades. Una eternidad. Llamé el jueves y no me pude comunicar, entonces mandé un medido mensaje por Whatsapp. Evidentemente Gabriel es de las personas que reciben muchos mensajes y aun no teniendo las tildes desactivadas no se sienten mal si no contestan a la brevedad. A mí esto me provoca admiración y un poco de bronca. Sin respuesta a mi mensaje, volví a escribir al día siguiente.
Finalmente, recibí un audio con malas noticias. Resultaba que las placas habían venido muy oscuras, casi como si no hubieran sido expuestas. Según Gabriel, la imagen apenas se percibía y además estaban completamente viradas al rojo. Hay que verlas, pensé. Para evitarme el viaje a San Telmo, Gabriel me propuso, con piedad, alcanzarme las placas a casa, ya que tenía que venir para el norte y le quedaba de paso. Como yo no iba a estar, le pedí que me las dejara en el buzón.
Esa noche, cuando llegué a casa, [2] me encontré en el buzón un sobre marrón con la película procesada dentro. Las placas se veían oscurísimas, con las imágenes apenas perceptibles: un cielo con nubes en una, un retrato de Tobías en la otra. Le escribí inmediatamente a Gabriel con instrucciones para que Rubén revelara dos placas más, pero de la segunda caja, con la esperanza de que la película en esta tanda estuviera menos dañada.
Luego de analizar las primeras placas con atención, concluí que no eran recuperables. El ciclo entonces se volvió a repetir. No sé cuantos, pero no fueron pocos los días que pasaron hasta que Rubén reveló la segunda tanda. El resultado, el mismo. Subexpuestas, oscurísimas y teñidas de rojo. La imagen apenas visible. Esta vez, dos paisajes. Comenté el tema con otro Gabriel, un amigo de toda la vida, con quien desde siempre compartimos las cuestiones del hacer. Aprovechando que él tenía que ir a San Telmo, le pedí que retirara las placas. Al día siguiente, nos juntamos a tomar un café y las analizamos juntos. Nada que rescatar, inservibles. Tampoco sacamos ninguna conclusión sobre lo que pudo haber pasado ni sobre cómo hacer para mejorar las eventuales próximas todavía sin revelar. Concluimos que las placas se habían dañado con el tiempo y habían perdido sensibilidad. ¿Y el rojo? Vaya uno a saber. Debatimos sobre cómo seguir y yo, muy desanimado, por primera vez empecé a considerar no revelar más. Sería tirar la plata, que no era poca. En cualquier caso, aún quedaba una caja para probar. Mi amigo Gabriel me convenció de que no abandonara, así que, una vez más, le escribí al otro Gabriel con las instrucciones: dos más de la tercera caja. Con cierta reticencia, aceptó, pero no se privó de manifestar sus dudas.
Unos cuantos días más tarde, un nuevo audio me confirmó lo que me esperaba: todo igual. Oscuras e indescifrables. Pero de la nada, un rato después, un último audio vino a traer algo de luz al asunto. Una hipótesis sobre lo que pudo haber ocurrido. En un tono amable, condescendiente, como no queriendo faltar el respeto ni mucho menos señalar responsabilidades, Gabriel, del laboratorio, me comentó la teoría de Rubén: para él el motivo de que las placas vinieran mal es que habían sido mal cargadas en los chasis. Cargadas al revés, con la emulsión boca abajo. Incluso, Gabriel, como dando por descontado que a mí, con mi experiencia, no podía haberme pasado, mencionó la posibilidad de que las hubiera cargado mal un asistente. Pero la verdad es que las placas las cargo siempre, indefectiblemente, yo. Es importante explicar esto: las placas vienen en cajitas de a diez y para utilizarlas se cargan de a una en los chasis que se introducen en la cámara. Como son sensibles a la luz, el procedimiento se hace en oscuridad total. Para hacerlo en el sentido correcto, tienen unas hendiduras para que, al palparlas, estén del lado correcto. Al momento de introducirlas en los chasis, las hendiduras tienen que estar abajo a la izquierda. Esto es absolutamente básico y cualquiera que haya trabajado en este formato lo tiene tan incorporado como pasar los cambios cuando uno maneja un auto. Equivocarse con esto es de absoluto principiante.
Me pregunto, entonces, después de más de treinta años: ¿cómo pude haberme equivocado yo? Puedo recrear en mi cabeza el gesto que hice al cargar cada placa y, efectivamente, puedo reconocer cómo las introduje al revés en el chasis. Y lo hice mal todas las veces. Treinta veces. Si me hubiera pasado con alguna que otra, podría haber sido una distracción, pero con todas, es como si lo hubiera hecho a propósito. El tema es qué hacer con esto. El resto de las placas sin revelar está todavía en el laboratorio. Son veinticuatro. Aún no pagué por el revelado de las que salieron mal. De esto ya pasó más de un año y todavía no sé qué hacer. Mientras tanto, me consuelo pensando en que si el haber cometido semejante error de principiante, no es, acaso, una manera de volver a empezar.