Santiago Porter
Los días nublados, Asunción Casa Editora, Buenos Aires, 2023
El día de la lealtad de 2006 amaneció con el cielo despejado. Los restos de Perón abandonaron el cementerio de la Chacarita bien temprano a la mañana con destino final: la quinta 17 de octubre, en San Vicente. El féretro, acompañado de miles de fieles, hizo una primera escala en la sede de la CGT, cerca del mediodía. Luego del austero homenaje en la Central de los Trabajadores, el General siguió viaje. En tanto la cureña avanzaba, todo a su paso colapsaba. La procesión enfiló por Avenida Independencia para acceder a la autopista 25 de mayo. Todo a paso de hombre. Cerca de las 15:30, mientras quienes trasladaban el cajón intentaban abrirse paso por la ruta que une Ezeiza y Cañuelas, en la entrada de la quinta comenzaron los primeros incidentes. Con asignaturas pendientes, se enfrentaron por una mejor ubicación frente al palco las patotas del Sindicato de Camioneros con los muchachos de la Unión de Obreros de la Construcción. La situación se descontroló rápidamente, y el presidente Néstor Kirchner, quien se suponía daría un discurso y acompañaría el cortejo hasta su destino final, desistió de participar. Finalmente, a las 17:30, el ataúd entró a la quinta por una puerta lateral mientras en los parques del predio tenía lugar una verdadera batalla campal.
Recuerdo que ese día lo pasé frente a la televisión siguiendo el minuto a minuto de lo que iba sucediendo. No hacía mucho que yo ya no trabajaba como fotoperiodista para los medios gráficos y cuando pasaban estas cosas todavía tenía sentimientos encontrados. Por un lado, sentía como un cierto deber, como si tuviera que estar allí fotografiando, pero al mismo tiempo me alegraba no tener que estar.
Así que ahí me encontraba, entretenido, mirando en la pantalla de Crónica TV a los muchachos destruyendo la quinta en el día de la lealtad, pasándose facturas a los tiros, cuando en medio de ese caos un paneo de la cámara me mostró una imagen que me paralizó. Dos tipos dándole con sus palos a una escultura intentando desprender pedazos de mármol para usarlos como proyectiles. Una mujer de casi tres metros, sin cabeza, siendo agredida de manera despiadada por hombres alienados. Reconocí la imagen de esa escultura, una Evita estoica pero mutilada. Conocía la historia de lo que le había sucedido pero no sabía que estaba allí, y la imagen del noticiero vino a traerla como una suerte de aparición mística.
* * *
Durante buena parte del año siguiente, me dediqué a trabajar en lo que después terminó siendo el primer capítulo del trabajo Bruma. Me obsesioné con la apariencia de determinados edificios públicos construidos en la Ciudad de Buenos Aires. Edificios que yo conocía, en los que había estado durante la década del noventa, cubriendo alguna que otra conferencia de prensa o fotografiando ministros y funcionarios en reportajes para el diario. Había recorrido sus interiores, esos laberintos que siempre me hacían pensar en Josef K, el personaje de El Proceso, la novela de Kafka, perdido en las entrañas de la política institucional.
Me concentré específicamente en los frentes de aquellos construidos entre finales de la década del treinta y principios de la década del cincuenta, representando cada uno un aspecto distinto de la vida social y política de los argentinos: la justicia, la salud, la economía, el trabajo. Edificios que, de algún modo, hacen visible esa enmarañada relación que guarda el Estado con las personas que dependen de él y le dan razón de ser. Elegí también estas construcciones por las anécdotas que se esconden detrás de sus fachadas, por lo que intentaron ser, por lo que terminaron siendo.
El primer edificio que fotografié, que luego funcionó como patrón para las imágenes que siguieron, fue el Policlínico Ferroviario Central. Ubicado justo frente al puerto de Buenos Aires, sobre la Avenida Ramón Castillo, el hospital es una mole de cemento de nueve pisos que ocupa cerca de diez mil metros cuadrados. Inaugurado por Perón en 1952, supo tener setecientas camas para atender a los casi doscientos veinticinco mil afiliados de la obra social de los sindicatos de la Unión Ferroviaria y de La Fraternidad. Abrió sus puertas jactándose de ser el hospital más moderno del continente, equipado con la última tecnología y cuna de los más prestigiosos profesionales. Pero no sobreviviría a lo que la historia le tenía reservado. Con el derrocamiento de Perón en el 55, el Policlínico fue saqueado por los Comandos Civiles, los grupos paramilitares antiperonistas y, en octubre del mismo año, mediante un decreto del dictador Eduardo Lonardi, parte de los terrenos del hospital fueron expropiados y entregados gratuitamente al Jockey Club y, otro tanto, a la familia de la esposa de Lonardi, los Villada Achával.
La decadencia se profundizó hacia fines de la década del ochenta. Desvíos de fondos y fraudulentas contrataciones de prestadoras médicas fantasmas hicieron tambalear a un hospital que ya maduraba el colapso.
El tiro de gracia se lo dio el presidente Carlos Menem, ya en los noventa, con el cierre de los ramales y la privatización de los ferrocarriles. Disminuyeron abruptamente la cantidad de empleados ferroviarios, de aquellos doscientos veinticinco mil a menos de nueve mil y así se extinguieron los aportes a la obra social.
En 1999, el hospital tocó fondo. Vacío, tomado por las palomas, helado, con el viento atravesando los vidrios destrozados de las ventanas y rebotando en las paredes descascaradas, se decretó su cierre. Pero aún quedaba en el hospital una única paciente, Adela. Con setenta y un años, la señora padecía una grave infección pulmonar y estaba internada en terapia intensiva. Fue su hija Mirta la que se presentó en el juzgado para impedir que su madre fuera trasladada, por su delicado estado de salud pero, sobre todo, porque Adela se atendió en el hospital toda su vida al igual que su difunto esposo, que había sido peón del Belgrano. El juez a cargo, luego de visitarla y de entrevistarse con los médicos y con las autoridades del sindicato, ordenó que la paciente no fuera derivada y que el hospital siguiera ocupándose de su salud. El Policlínico Ferroviario Central siguió funcionando entonces para atender a una sola paciente. Solo quedaron el jefe de Cuidados Intensivos, un médico de guardia, una enfermera por turno, el laboratorio y el servicio de radiología. Todos sólo para ella, que nunca supo que fue por un tiempo la única y la última paciente. Su hija no se lo quiso decir para evitarle un pico de angustia. Adela finalmente murió y, ahora sí, el Policlínico cerró.
¿Cuánto de todas estas historias superpuestas y acumuladas puede percibirse en el aspecto de este edificio ahora abandonado? Con esta pregunta como premisa, lo fotografié como si se tratara de un retrato, asumiendo que sus grietas y sus imperfecciones guardan una relación con lo que le sucedió equivalente a las arrugas de un rostro que dan cuenta de las experiencias en la vida de una persona.
Continué la serie con el Ministerio de Economía, con sus cicatrices producidas por el bombardeo del 55, escondidas entre los aparatosos aires acondicionados. Luego, el edificio de la AFIP y sus columnas de mármol, talladas por los perdigones de la policía durante la represión del 2001. Siguieron los Tribunales Federales, la sede de la Casa de Moneda, la Central General de los Trabajadores, el Ministerio de Obras Públicas y un Edificio Militar.
Trabajé en las fotos de manera minuciosa y con un rigor asfixiante. Para garantizarme que no hubiera nunca nadie, fotografié solamente los domingos o feriados, muy temprano a la mañana, siempre y cuando el cielo estuviera lo suficientemente cubierto para que la paleta de colores fuera sombría y pareja. Utilicé la cámara de formato grande con película positiva color para que los detalles se reprodujeran de tal forma que la sensación que ofrecieran las imágenes fuera casi táctil.
Me propuse como procedimiento algo así como recortar y extraer estas fachadas del lugar en el que están emplazadas y disponerlas aisladas de todo contexto en la pared en donde eventualmente estas fotografías de grandes dimensiones fueran exhibidas. Imágenes que le propongan al espectador una observación detenida y, en ese tiempo de observación, que surja la oportunidad de que desplieguen esas capas de historia acumulada.
Cuando terminé de hacer las fotos que me había propuesto, tuve la sensación de que, para bien o para mal, lo que intentaba señalar estaba planteado. Aunque agregar edificios no haría más que debilitar la idea que las fundamentaba, paradójicamente, sentía que lo que las imágenes planteaban no estaba agotado. Había margen para trabajar. Pensaba en los edificios como monumentos. Cómo estas construcciones, a manera de testimonio de lo que les sucedió, tienen la cualidad de reflejar su propia historia. Algo que en general no sucede con los memoriales, que, concebidos con fines conmemorativos, no consiguen representar aquello que pretenden honrar y terminan resultando obsoletos.
Con esta idea en la cabeza, la imagen de la Evita decapitada volvió y se instaló como una obsesión. Pensaba en los objetos que sufrieron en carne propia los avatares de la historia, cómo una vez fotografiados adquieren una capacidad extraordinaria para evocar lo que les sucedió. Como el protagonista de Encuentros cercanos del tercer tipo, que reproducía esa imagen de la montaña hasta con el puré, me la pasé imaginando y dibujando cómo esa foto tenía que ser. Imaginé el bosque neblinoso, los árboles acentuando la ausencia de la cabeza, Evita como una princesa gótica, estoica pero mutilada, emergiendo de la bruma. Una imagen que diera cuenta. Que estuviera a la altura de su historia.
Y esta historia comienza con el golpe de 1955 y la proscripción del peronismo. Cuando el gobierno comandado por el general Aramburu ordenó, consciente del poder de Evita, aun muerta, el secuestro de su cuerpo embalsamado, y determinó la prohibición de toda imagen que la representara. El Estado, enajenado, se encargaría de borrar las marcas labradas en la sociedad relacionadas con el peronismo.
En ese contexto, un comando militar irrumpió en el taller de Leonne Tomassi, el escultor italiano a quien Perón le había encomendado el proyecto de mausoleo donde descansaría el cuerpo de Evita, que esperaba al cuidado del doctor Pedro Ara, su embalsamador, en la sede de la CGT. El Monumento al Descamisado habría de llamarse el panteón que, de haberse construido, hubiera sido una escultura de 42 mil toneladas y casi 140 metros de alto. Se hubiera convertido en el monumento más grande del mundo para la época. Más alto que la Estatua de la Libertad de Nueva York, más imponente que el Cristo Redentor de Río de Janeiro. Su figura principal, el descamisado, tenía que verse desde Uruguay. Hubiera contado con catorce ascensores, un mirador y una sala principal. Hubiera incluido una serie de esculturas que hubieran representado los valores del peronismo: los derechos del trabajador, la independencia política y económica, la justicia social. Y la figura principal, La razón de mi vida, una escultura de Evita de más de tres metros, esculpida en un bloque de mármol traído especialmente de Carrara, con la cara limpia, el cabello tirante y peinado en un rodete, envuelta en una capa, sosteniendo orgullosa el escudo peronista.
El Congreso de la Nación aprobó la construcción en 1952, y para abril de 1955 ya habían comenzado las obras para realizar la estructura, que estaría emplazada en los parques frente a lo que hoy es la Biblioteca Nacional, antes la residencia Alzaga Unzué, que a su vez fue expropiada por Perón para convertirse en la residencia presidencial.
De todas las esculturas proyectadas por Tomassi, La razón de mi vida era la única que estaba casi lista. Y a ella la fueron a buscar al taller del escultor. Con picos y mazas, los militares le demolieron la cabeza. Concluido el ritual, la escultura mutilada fue secuestrada y luego arrojada al fondo del Riachuelo. Poco más de cuarenta años permaneció Evita sumergida en el más contaminado de todos los ríos.
Fue en 1996 que el entonces presidente Carlos Menem le encargó a María Julia Alzogaray, hija del máximo referente económico de los perpetradores del golpe del 55, el proyecto de limpieza del Riachuelo, que supuestamente convertiría el agua podrida en agua potable. El saneamiento nunca sucedió, y María Julia fue procesada por enriquecimiento ilícito y condenada a prisión. En el marco de este proyecto, la figura descabezada de Evita fue rescatada del fondo del río y trasladada a la quinta 17 de octubre, en San Vicente. Una quinta que, como todo en esta historia, está cargada de simbolismos y densidad. Desde que la compró Perón en 1943, como en un loop, el predio funcionó como un ring en el que habrían de dirimirse muchas de las antinomias que han partido este país al medio. Allí el general pasaba sus fines de semana con Evita, hasta que ella murió. Con el golpe de 1955, la quinta fue confiscada y saqueada. Ya en los ochenta, y como una ofensa, María Estela Martinez de Perón cumplió allí su prisión preventiva antes de ser condenada al destierro. Luego, con el regreso de la democracia, las hermanas de Evita pugnaron por el terreno hasta que, en 1989, fue el Estado el que, otra vez, decidió quedárselo indefinidamente. En 2004, comenzaron las obras del mausoleo para que Perón pudiera finalmente retornar a su lugar de descanso predilecto. En 2006, la cripta estaba lista para recibir al General y se eligió el día más importante del calendario justicialista para concretar el sueño de un nuevo retorno.
Pasaron entonces justo diez años desde su rescate del lecho del río, y a la Evita de mármol le tocó, otra vez, ser víctima y testigo. Otra vez la insensatez y las posiciones irreconciliables. Fue la imagen del enfrentamiento, de los muchachos trepados a la escultura, la que funcionó como un disparador. Y esta imagen, que permaneció latente durante tanto tiempo, finalmente se reveló como una necesidad. Era esa foto, la de esa escultura, la que tenía que hacer para poder seguir.
Luego de los incidentes, la quinta se clausuró y permaneció cerrada por un buen tiempo. Me llevó poco más de un año conseguir la autorización para poder ingresar. Primero mails, luego cartas y finalmente llamados hasta que me dieron el permiso para fotografiar. Venite el sábado a la tarde, fue la comunicación formal que, por teléfono, me autorizaba a ir. Sí, pero no, fue mi respuesta. Para hacer esta foto tenía que amanecer allí, un día gris, con niebla espesa. Cuando intenté explicarle esto a quien estaba del otro lado de la línea, que tenía que hacer una foto que estuviera a la altura de la historia, me cortó. Y pensé que ya no lo iba a poder remontar. Para mi sorpresa, unos días después me llegó un mail en el que me comunicaban que alguien me iba a esperar al amanecer de un día determinado para abrirme la quinta y acompañarme.
El día señalado, salí de casa poco antes de las tres de la mañana, con un frío descomunal. No mucho después manejaba por la autopista Ezeiza-Cañuelas inmerso en una niebla que no me dejaba ver más allá de unos pocos metros. Imagino que cualquier persona en su sano juicio se hubiera detenido en la banquina o en la primera estación de servicio, pero yo solo aceleraba con los dedos cruzados, implorando no matarme, pero sobre todo que no se disipara la neblina. Llegué a San Vicente un rato después, con el cielo todavía oscuro. Estacionado frente al portón de la quinta, encontré un patrullero de la policía bonaerense con dos policías que, por lo que pude ver a través de los vidrios empañados, parecían dormidos. Asumí que serían mis escoltas designados para ingresar a la quinta. Hice sonar una bocina tímida pero no pasó nada. Me bajé del auto y golpeé la ventanilla. Los dos oficiales pegaron un salto, como coreografiados. Me recordaron a Hernández y Fernández, el dúo de policías secretos de Tintín. Me identifiqué como el fotógrafo. Ah, sos vos flaco, que lo parió, gruñó uno de los oficiales al mismo tiempo que bajaba del auto y se desperezaba. El otro se quedó. ¿De noche sacas las fotos vos? ¿Dónde se ha visto?, me rezongó mientras abría el portón del predio. Saqué del auto, con cierto apuro, el bolso con la cámara y el trípode. Apenas empezaba a clarear y la niebla aún muy densa flotaba en el aire. Las condiciones estaban dadas y me agarró una ansiedad tal que tuve palpitaciones. Una sensación que conocía. Una combinación entre los nervios que aparecen frente a la posibilidad de concretar algo que uno intuye significativo y el temor de que algo salga mal y no quede nada. Necesitaba plantar la cámara lo antes posible. Las esculturas no están lejos de la entrada así que apuré el paso con el policía pisándome los talones y murmurando algo que para mí no era más que ruido. Ya era casi de día cuando ajusté la cámara de formato grande al trípode. Estiré el fuelle, puse el lente adecuado y, finalmente, cubierto por la tela negra pude ver a través del vidrio esmerilado la imagen invertida que tenía en la cabeza hacía demasiado tiempo. La que había imaginado, la que había dibujado tantas veces. Compuse y medí la luz con el fotómetro de mano muchas veces más de las que son necesarias, como insistiendo al aparato para que estuviera seguro de lo que me indicaba. Chequeé los ajustes de la cámara como un maniático. Enfoqué utilizando una lupa apoyada en el vidrio pero como la neblina no me dejaba ver con precisión terminé forzando los ojos hasta que me saltaron lágrimas. La única foto posible, la única que me interesaba hacer era esa toma frontal de la escultura completa, descabezada. Apenas entrando en cuadro, a su derecha, el general, sin manos y también decapitado. Como en trance, expuse cuatro placas en dos chasis. La diferencia entre las placas es la densidad de la neblina, que fue disipándose de a poco. Cuando puse la chapa de protección del chasis después de la última foto, la niebla ya se había disipado del todo y ya no había más nada que hacer.
* * *
Cuando una imagen se carga de tanta expectativa, de tanta pretensión, es difícil que el resultado no sea un poco, o muy, decepcionante. Sin embargo, cuando dispuse por primera vez las placas reveladas sobre la mesa de luz del laboratorio, algo de lo que imaginaba apareció inmediatamente. De las cuatro placas, separé la segunda, la de la niebla justa. Esa pequeña imagen de diez por doce centímetros, iluminada desde atrás por los tubos del negatoscopio, irradiaba cierta potencia. Qué es exactamente esa potencia es difícil de expresar porque, aun con todas las explicaciones, todo se resume a lo que la imagen nos provoca. Y eso parece ser algo del orden de lo emocional. Simplemente sucede o no. Hoy pienso que la fotografía “Evita” es tal vez la que condensa de manera más elocuente las ideas que fundamentan el trabajo Bruma y probablemente muchas de las ideas que justifican mi apuesta a la fotografía como herramienta y como lenguaje. Esa relación que se puede establecer entre el aspecto de las cosas y su historia o, como mencioné antes, la capacidad que adquieren estas cosas, una vez fotografiadas, para evocar lo que les ha sucedido. Es que en la apariencia de los objetos hay algo que emana que tiene que ver con su historia, con las cosas que le pasaron hasta llegar al presente, donde también se cifra un significado puntual. Una superposición sutil de tiempos y hechos, que flota a su alrededor, ingrávida como la bruma.