Alicia de Arteaga
Diario La Nación, Buenos Aires, 2008
La ausencia, los recuerdos, la familia y los pequeños gestos cotidianos pasan por el registro perfeccionista de Santiago Porter. No le teme al latigazo de la denuncia, pero cuando dispara lo hace sin crispación ni histeria. Integrante de una familia originaría de Ucrania, que llegó a la Argentina escapando de los pogroms, Santiago es sobrino de Liliana Porter y sobrino nieto de Israel Zeitlin Porter, más conocido como César Tiempo.
–Conozco tu obra íntima, poblada de ternura, de esos interiores de cuartos, y después esas obras majestuosas, denuncia silenciosa de un estado de cosas. ¿Cómo fue el paso de un lugar al otro, de lo íntimo a lo público?
–Me gusta pensar que hay una especie de hilo conductor, algo que subyace y que es común a los distintos trabajos que he hecho hasta ahora. Tal vez es la misma inquietud por la representación de la ausencia, el espacio y las historias. De todos modos, en términos formales, las distintas series son muy diferentes entre sí, y sus resoluciones estéticas están fuertemente ligadas a su contenido. En Piezas (1993-2002) he trabajado dentro de la esfera de lo íntimo, fotografiando durante diez años las distintas casas que he habitado en el momento preciso de la mudanza, antes de partir. En La ausencia (2001-2003), el libro anclado en el atentado a la sede de la AMIA, trabajo con pares de fotos, incluyendo retratos de familiares de asesinados y fotografías de objetos que pertenecieron a estos muertos y tenían consigo el día del atentado. En mis fotografías más recientes (2007-2008), el interés por trabajar con el aspecto de determinados edificios y monumentos tiene varias explicaciones posibles. Desde la utilización metafórica, la intención de hacer ciertos comentarios sobre la historia, hasta la aproximación con fines casi taxonómicos. En el caso de los edificios, elegí concentrarme en los frentes específicamente y trabajarlos como si fueran retratos, como recurso para evidenciar las distintas capas de historia acumuladas en esa arquitectura deteriorada, y así producir fotografías de grandes dimensiones como monumentos obsoletos.
–El clima de ensoñación de Evita me recuerda a los pintores simbolistas, es un nuevo camino por el que avanza tu obra…
Evita es una fotografía hecha en 2008, en la que se ve la escultura decapitada de Eva Perón, hoy situada en la quinta 17 de Octubre, en San Vicente. Pienso en esta obra como la continuación de lo planteado en la serie Edificios públicos. En este caso, me interesa especialmente la relación entre su aspecto y su historia: en julio de 1952, el Parlamento aprobó la ley 14.124, que creaba la Comisión Pro Monumento a Eva Perón. El proyecto para la construcción del mausoleo le fue confiado al escultor italiano Leone Tommasi, que ya a principios de la década del 50 había viajado a la Argentina para trabajar en las esculturas que se ubicaron en el frontispicio de la Fundación Eva Perón. Durante el golpe de 1955, un comando militar irrumpió en el taller de Tommasi y procedió a decapitar con picos y mazas las estatuas de Evita y Perón. Las estatuas mutiladas fueron luego arrojadas por la horda al Riachuelo. En 1996, la figura descabezada de Evita fue rescatada y emplazada en San Vicente, donde fue testigo privilegiado, hace justo un año, de los enfrentamientos ocurridos durante el traslado de los restos de Perón.
–¿De que manera influye tu historia personal en tu trabajo?
–Influye de manera determinante. En mayor o menor medida, directa o indirectamente, mi trabajo está fundamentado en mi historia personal y en la historia del lugar en el que nací.
–¿Qué significa ser fotógrafo hoy? Me refiero a la tecnología, medios digitales y demás…
–Éste es un momento muy particular para ser fotógrafo. La tecnología, de alguna manera, ha democratizado el hacer fotografías y probablemente falte tiempo aún para entender los alcances de esta democratización. Sin embargo, yo sigo pensando la fotografía como un lenguaje y, a pesar de los cambios y las nuevas posibilidades, no he modificado sustancialmente mi manera de trabajar. No hay medios digitales que puedan socorrerme si no me surgen la necesidad o las ideas para fotografiar.
–Alguna vez me dijiste que era medular para vos la historia de tu familia, tus ancestros (aunque suene solemne), tus orígenes. Annie Leibovitz dice que es en las fotos de familia donde se siente más ella misma. ¿Y vos?
–Mi trabajo en general está de alguna manera determinado por mi propia experiencia, incluyendo mi historia familiar, a la que relaciono con la identidad. Es que la historia de mi familia es apasionante. Es una saga que incluye historias de amor increíbles, casualidades, persecuciones, exilios y desarraigos insoportables.
–Si pudieras trazar un camino de tu trayectoria profesional, influencias, formación, metas… ¿Cuál sería?
–A pesar de haber estudiado diseño gráfico en la UBA, siempre me he dedicado a la fotografía. He trabajado durante mucho tiempo como reportero y luego como editor y, sobre todo, siempre he intentado dedicarme a mi obra. Una gran influencia también ha sido mi mujer, Luciana, clave a la hora de resolver dejar el trabajo en Clarín para apostar seriamente a pensar en mi obra. A ella le debo los años increíbles que vivimos en Nueva York y el volver a estudiar. Y también mi tía Liliana (Porter), a quien durante ese tiempo visitaba en su taller, en donde trabajé y aprendí muchísimo. La admiro profundamente como artista y es una referencia inexorable.
–En el arte actual existe una tendencia al quiebre de los límites, cierta marcada preferencia por mezclar disciplinas y romper con las categorías.
–Coincido, y me parece algo saludable. Con respecto a la elección de la fotografía, me posibilitó trabajar ya no solamente dentro del gueto de mi propia disciplina y ampliar el campo de posibilidades. De todos modos, me veo haciendo un camino inverso. Me gusta dibujar y lo hago, aunque con demasiado pudor. A la pintura, que me encanta, directamente no me le animo.
–Kuitca, maestro y norte de tantos artistas jóvenes, dijo alguna vez que le cambió la vida ver las coreografías de Pina Bausch. ¿Te pasó algo similar con alguna experiencia vivida, algo que te haya dado vuelta la cabeza?
–Lo que me dio vuelta la cabeza, siendo aún muy chico, fue la película Shoah, de Claude Lanzmann. Mucho después, la obra de Robert Frank. Luego, mis visitas al taller de Liliana Porter. Y recientemente, las películas de Lucrecia Martel, especialmente La mujer sin cabeza.