Una historia fracturada

Santiago Porter

Los días nublados, Asunción Casa Editora, Buenos Aires, 2023

Recuerdo que, bien entrada la tarde del 19 de diciembre de 2001, yo estaba agotado y contaba los minutos para irme a casa. Estaba en la redacción, ordenando mis cosas luego de lo que había sido un día extenuante. Había comenzado muy temprano, cubriendo saqueos en el segundo cordón del conurbano bonaerense, y lo había terminado poco después de las seis, a los codazos, en la vereda de los tribunales de Comodoro Py.

En realidad, la secuencia de acontecimientos que fue provocando el agotamiento había comenzado mucho antes. Precisamente, la noche del 2 de diciembre de ese mismo año, en el Ministerio de Economía. Me tocó escuchar, a poco menos de dos metros, a Domingo Cavallo, el entonces ministro, anunciar en conferencia de prensa las nuevas medidas que supuestamente venían a traer alivio a una crisis económica terminal y a evitar el colapso del sistema financiero.  Cavallo explicaba las implicancias de lo que después se denominó el corralito. 

En el auditorio del Ministerio que en aquel entonces se utilizaba para las conferencias de prensa, los fotógrafos nos repartíamos estratégicamente por toda la sala. Algunos en los pasillos, con lentes largos, otros, los que no tenían ninguna intención de buscar variantes a las tomas, se sentaban en alguna de las mullidas butacas del auditorio y resolvían desde allí, y algunos nos acuclillábamos frente a la mesa, bien cerca de los protagonistas, con lentes gran angulares. En general, éramos los más jóvenes, porque esta ubicación era letal para las rodillas y para la espalda. Además, provocábamos el fastidio de quien brindaba la conferencia, porque sentía el acoso de las cámaras y de los flashes. También se fastidiaban con nosotros los camarógrafos de la televisión, que tenían sus cámaras en trípodes ubicadas al fondo del salón y tenían que soportar que los fotógrafos apareciéramos en cuadro todo el tiempo ¡Abajo foto!, nos gritaban para que nos agacháramos. Recuerdo que esa noche me costó hacer fotos, porque no podía evitar bajar la cámara como tratando de entender lo que estaba escuchando. Básicamente, lo que el ministro decía era que se restringía de manera dramática el acceso al dinero en efectivo. Dejábamos de disponer del dinero depositado en los bancos para favorecer el uso de medios de pago electrónicos. Algo completamente ajeno a más de la mitad de la población.

La implementación de esta medida desató el caos. Para las clases bajas, no bancarizadas, significó literalmente caerse del sistema. La clase media, al ver restringidos sus movimientos económicos, estalló de furia. La clase alta, en su mayor parte advertida de lo que se venía, alcanzó a retirar sus ahorros y, a salvo del descontrol, se limitó a observar horrorizada la inminente revuelta popular. 

Entre el 2 y el 19 de diciembre de 2001, se produjeron saqueos, levantamientos populares, cortes de rutas y de calles y una gran huelga general convocada por todos los sindicatos.

La tarde del 19, mientras esperaba que la máquina de revelar escupiera los últimos rollos del día y que los lectores de tarjetas de memoria terminaran de copiar los últimos archivos, la pequeña televisión que colgaba de un enclenque soporte metálico en la entrada de la sala de fotógrafos ya mostraba cómo, desde distintos puntos de la ciudad, la gente, espontáneamente, empezaba a caminar hacia la Plaza de Mayo.

La sala de fotógrafos era una especie de vestuario de club, sin ventanas ni ventilación. Las paredes estaban cubiertas por filas de armarios metálicos. Las puertas de estos armarios estaban habitualmente revestidas por fotos de quienes los ocupaban y por las órdenes impresas que asignaban las notas designadas para el día para el fotógrafo. 

En la entrada, a un costado de la puerta, la televisión estaba siempre prendida y sintonizada en Crónica TV, salvo que se estuviera jugando algún partido importante. Pienso en esa cortina musical, la que sonaba con el anuncio de cada primicia, como la banda de sonido de aquellos tiempos en la redacción. En el centro de la sala, había una mesa de fórmica grande, en general cubierta por todos los diarios del día y, encima de los diarios, bandejas y platos descartables con restos de comida acumulados durante toda la jornada. Compitiendo por el espacio sobre la superficie de la mesa, varios termos, mates y yerba, dentro y fuera de los mates. También cámaras, lentes y flashes, baterías y algún cable. A un costado de la mesa, dos máquinas de revelado C 41 para procesar negativos color y, a su alrededor, bidones de químicos para alimentar esas máquinas. Desparramados por el piso, como fósiles, los chasis de los rollos ya procesados. Aquel fue el preciso momento de la transición de la vida analógica a la vida digital. Aunque ya fotografiábamos con los primeros modelos de cámaras digitales, estas eran aún bastante deficientes, por lo que todavía seguíamos utilizando película para muchas notas y producciones. Ahí dentro fumábamos todos, y los cigarrillos se apagaban también en el piso o en los platos con restos de comida. El aire estaba impregnado por el olor de los químicos, en especial del ácido acético, el del tabaco, el del menú del día y el olor a transpiración.

Cuando finalmente había logrado encajar el bolso con el equipo en el estrecho armario, me llamó quien era el jefe de asignaciones y me dijo, mirá, Porter, señalándome la pantalla de otro televisor, el que tenía frente a su escritorio. Parece que la gente se está juntando en la plaza. Pedite un auto y camino a tu casa pasá por Plaza de Mayo a ver qué pasa. Me liquidó. Lo sentí como si me revocara la libertad condicional que recién me había sido otorgada. Resignado y fastidioso, volví a armar el equipo. Cámaras, lentes, baterías. Me cargué el bolso al hombro, bajé a la calle y ni siquiera esperé a que llegara el auto. Caminé. Hacía un calor insoportable. Salí de Barracas y atravesé San Telmo en dirección al centro. Primero por Tacuarí, después por Piedras, para entrar a la plaza por Bolívar. En el trayecto, vi cómo salía gente de todos lados. De todas las edades. Como en una procesión, todos caminaban hacia el centro. Todos dándole a las cacerolas como en una batucada colectiva infernal, al grito de que se vayan todos, que no quede ni uno solo.

Cuando llegué a la esquina de Yrigoyen, supe inmediatamente que de ahí no me iba más. Llamé al diario para avisar que la plaza se estaba llenando y que me quedaba. Otra vez me tomaba por completo la ansiedad, esa adrenalina cuya cuota diaria creía ya haber consumido. No había oscurecido del todo y la plaza ya rebalsaba de gente. Familias enteras, con niños y niñas, con abuelos y abuelas. Había estado en infinidad de marchas y manifestaciones en este mismo lugar, pero no recordaba, como en este caso, una en la que no hubiera banderas partidarias. La gente ocupaba toda la superficie, desde el Cabildo hasta el vallado que separaba la plaza de la Casa de Gobierno. En aquel entonces, las vallas estaban ubicadas apenas a pocos metros de la entrada principal de Casa Rosada, sobre Balcarce.

Detrás de las vallas, de a poco, empezaron a cuadrarse una cantidad llamativa de formaciones de la Guardia de Infantería. A los costados de la Casa de Gobierno, sobre Rivadavia y sobre Yrigoyen, como perros amarrados, se estacionaron los carros hidrantes y los blindados. 

Ya entrada la noche, el presidente habló por cadena nacional. Con violencia no se sale de los problemas, los problemas hay que afrontarlos, expresó De la Rúa, con gesto adusto, y decretó el estado de sitio. Inmediatamente después, una lluvia de gases lacrimógenos cayó sobre la plaza llena. 

Apenas un rato antes, yo había enviado a la redacción las tarjetas de memoria con las fotos que había hecho hasta ese momento. Una foto panorámica de la plaza cubierta fue a la tapa del diario del día siguiente. El titular a cuatro columnas anunció la renuncia del ministro de Economía y el último intento desesperado del presidente de negociar con el peronismo.

En pocos segundos, la plaza se inundó de un humo espeso y lacerante. Una de las granadas cayó a pocos metros de donde estaba y no hice a tiempo de evitar el gas. El efecto que provocan los gases lacrimógenos es desesperante. El ardor insoportable en los ojos me cegó y se me cerró la garganta. No podía respirar. Así y todo, quise hacer fotos pero no pude. Tropezando con la gente que corría, llegué a una de las fuentes y metí la cabeza en el agua mientras escuchaba los gritos y las puteadas, las toses y las arcadas. Cuando apenas pude abrir los ojos, reconocí a mi lado a una mujer joven a la que había fotografiado hacía un rato con su hijo sobre los hombros. Estaba ahora desencajada, sacudiendo a su hijo que se asfixiaba. 

La catarata de gases provocó una estampida. Y en ese contexto, cayeron las vallas y la guardia, con su habitual ensañamiento, desató una cacería. Al mismo tiempo, los carros blindados y los camiones hidrantes avanzaron por las calles laterales y funcionaron como un cerrojo para quienes, desesperados, intentaban huir. Con el correr de las horas, grupos de militantes y motoqueros reemplazaron a las familias y enfrentaron a la policía en una plaza en la que los árboles se prendieron fuego.

En algún momento, cerca de la madrugada, volví al diario. Tenía que recargar las baterías de las cámaras y descargar las tarjetas de memoria. Para ese entonces, ya éramos varios los fotógrafos que íbamos y veníamos del centro a la redacción. La sección fotografía funcionó como una tienda de campaña en un escenario bélico. Varios regresaron lastimados. Un fotógrafo con la cabeza abierta apenas pasó por el diario, dejó el material y siguió al hospital Argerich.

Sin haber pegado un ojo y sin haber vuelto a casa, vestido con la misma ropa varias veces transpirada y con olor a humo, regresé a la plaza con la primera luz del día. Los enfrentamientos entre la gente y la policía ya se habían desparramado por todo el centro porteño. Estudiantes, oficinistas usando sus maletines como escudos, motoqueros que en la primera línea de combate parecían la caballería, taxistas que socorrían heridos con sus taxis como ambulancias.

A media mañana, llegaron a la plaza las Madres de Plaza de Mayo para su habitual ronda de los jueves. Fueron embestidas y golpeadas por policías montados a caballo, que además atacaron y lastimaron a todo aquel que intentó ayudarlas. Yo estaba a unos cien metros, en el borde sur de la plaza, sobre Irigoyen, con un colega, fotógrafo de una agencia nacional. Cuando intentamos avanzar hacia la Pirámide de Mayo, una moto con dos policías se nos cruzó en el camino. El que iba atrás levantó la escopeta y apuntó hacia donde estábamos. Como un acto reflejo, levanté la cámara y también le apunté, pero evidentemente me paralicé y no apreté el obturador, porque nunca encontré una imagen de esta situación. El policía no se paralizó. Escuché el sonido del impacto del perdigón en el mármol de la columna del edificio de la AFIP, justo detrás nuestro. Un segundo después mi colega me agarró del cuello del chaleco y me arrastró detrás de la columna. La marca en el mármol sigue ahí. Cada vez que paso por el lugar me tomo un segundo para palparla.

El 20 de diciembre de 2001, decenas de miles de personas salieron a la calle y resistieron una represión descontrolada e irracional, que al final del día había provocado treinta y nueve muertos y cientos de heridos. Y esta situación duró hasta que finalmente, a las 19:37, De la Rúa renunció y huyó de la Casa Rosada en helicóptero. Esa fue la última foto.

* * *

Pasaron ya más de veinte años y desde entonces tengo la sensación de que las fotos que hice durante la crisis de diciembre de 2001 no estuvieron a la altura de la gravedad de lo que sucedió. Fotografié a De la Rúa en sus últimas horas como presidente, fotografié los cacerolazos, la movilización popular y la represión salvaje. Lo que aún siento es que mis fotos no terminan de dar cuenta de aquella espesura. Poco tiempo después de esa última foto del helicóptero alejándose, renuncié al diario y, de alguna manera, abandoné el fotoperiodismo.

Cuando me fui, me llevé muy pocas fotografías de las que produje en los casi diez años que trabajé allí. Entre lo que elegí llevarme, seleccioné algunas imágenes de la crisis de 2001. Son archivos muy precarios, hechos con aquellas cámaras bastante deficientes. Como si tuviera con estas fotos algo así como una asignatura pendiente, gravé en un CD imágenes del presidente en su despacho, del ministro de Economía, de la Plaza de Mayo del 19 de diciembre, antes y después de que se desatara la represión. También rescaté fotos del día siguiente, del 20 de diciembre. Más escenas de enfrentamientos. Y la última, la del helicóptero llevándose al fugitivo.

Al renunciar, mi vida cambió radicalmente, y también mi relación con la fotografía. Luego de años de compartir mis días con periodistas y fotógrafos en la redacción, después del ruido, las exigencias y la presión, lo que siguió fue un tiempo de silencio y de aislamiento. Aun en esa quietud, el deseo de producir imágenes se mantuvo latente, como una necesidad. Queriendo satisfacer ese deseo, volví sobre las fotos del 2001. A partir de estas imágenes, hice algunas pinturas e incluí las fotografías de distintas maneras en mis cuadernos. Pienso en ese tiempo de observación que fue necesario para pintarlas como un tiempo dedicado a intentar comprender qué es lo que le he exigido a estas fotos y que no me pueden ofrecer. También, en el pintarlas, entiendo el deseo de restituirles algún tipo de densidad. Como era de esperar, las pinturas resultaron ser incluso más deficientes que las fotos, y fracasaron en su objetivo de restituir algo. Pero en el proceso quedó en el aire la pregunta sobre lo que le pedimos a las imágenes. Qué es lo que esperamos de ellas. De las fotos, de las pinturas. Qué justifica su existencia. Y como esa pregunta pareciera no tener respuesta, no queda más que insistir. Permanecer y seguir haciendo. 

En los diez años que siguieron a la crisis de 2001, volví a muchos de los escenarios en los que había estado durante los noventa. En oposición al vértigo que el oficio me impuso durante tanto tiempo, regresé con la voluntad de observar detenidamente, como para que los lugares pudieran desplegar su capacidad para evocar las cosas que allí sucedieron. Fue así como volví a fotografiar, pero con premeditación, formulando hipótesis sobre lo que cada imagen nos ofrece. Y cada foto me demandó de una investigación previa, de bocetos, de notas. De condiciones específicas para poder hacer imágenes que, ahora sí, estuvieran a la altura. Fotografié con una cámara de formato grande, con placas individuales, para concentrarme solo en una imagen que tardaría en ser revelada. Todo para favorecer ese tiempo de maceración de sentido necesario para que las imágenes tengan la oportunidad de justificar su propia existencia. Trabajé como un arqueólogo que se propone señalar indicios entre las ruinas. Y eso pareciera ser lo que somos, un país que construye ruinas. Pero no ruinas que nos remiten a un pasado glorioso, sino objetos obsoletos que dan cuenta de una historia fracturada.