Recuerdo que, bien entrada la tarde del 19 de diciembre de 2001, yo estaba agotado y contaba los minutos para irme a casa. Estaba en la redacción, ordenando mis cosas luego de lo que había sido un día extenuante. Había comenzado muy temprano, cubriendo saqueos en el segundo cordón del conurbano bonaerense, y lo había terminado poco después de las seis, a los codazos, en la vereda de los tribunales de Comodoro Py.

En realidad, la secuencia de acontecimientos que fue provocando el agotamiento había comenzado mucho antes. Precisamente, la noche del 2 de diciembre de ese mismo año, en el Ministerio de Economía. Me tocó escuchar, a poco menos de dos metros, a Domingo Cavallo, el entonces ministro, anunciar en conferencia de prensa las nuevas medidas que supuestamente venían a traer alivio a una crisis económica terminal y a evitar el colapso del sistema financiero: se restringía de manera dramática el acceso al dinero en efectivo. Dejábamos de disponer del dinero depositado en los bancos para favorecer el uso de medios de pago electrónicos. Algo completamente ajeno a más de la mitad de la población. La implementación de esta medida desató el caos. Para las clases bajas, no bancarizadas, significó literalmente caerse del sistema. La clase media, al ver restringidos sus movimientos económicos, estalló de furia. La clase alta, en su mayor parte advertida de lo que se venía, alcanzó a retirar sus ahorros y, a salvo del descontrol, se limitó a observar horrorizada la inminente revuelta popular. 

La tarde del 19, mientras esperaba que la máquina de revelar escupiera los últimos rollos del día y que los lectores de tarjetas de memoria terminaran de copiar los últimos archivos, la pequeña televisión que colgaba de un enclenque soporte metálico en la entrada de la sala de fotógrafos ya mostraba cómo, desde distintos puntos de la ciudad, la gente, espontáneamente, empezaba a caminar hacia la Plaza de Mayo. Quien era el jefe de asignaciones me llamo y me dijo, mirá, Porter, señalándome la pantalla de otro televisor, el que tenía frente a su escritorio. Parece que la gente se está juntando en la plaza. Pedite un auto y camino a tu casa pasá por Plaza de Mayo a ver qué pasa. Me liquidó. Lo sentí como si me revocara la libertad condicional que recién me había sido otorgada. Resignado y fastidioso, me cargué el bolso al hombro, bajé a la calle y ni siquiera esperé a que llegara el auto. Caminé. Hacía un calor insoportable. Salí de Barracas y atravesé San Telmo en dirección al centro. Primero por Tacuarí, después por Piedras, para entrar a la plaza por Bolívar. En el trayecto, vi cómo salía gente de todos lados. De todas las edades. Como en una procesión, todos caminaban hacia el centro. Todos dándole a las cacerolas como en una batucada colectiva infernal, al grito de que se vayan todos, que no quede ni uno solo.

Cuando llegué a la esquina de Yrigoyen no había oscurecido del todo y la plaza ya rebalsaba de gente. Familias enteras, con niños y niñas, con abuelos y abuelas. Había estado en infinidad de marchas y manifestaciones en este mismo lugar, pero no recordaba, como en este caso, una en la que no hubiera banderas partidarias. La gente ocupaba toda la superficie, desde el Cabildo hasta el vallado que separaba la plaza de la Casa de Gobierno. Detrás de las vallas, de a poco, empezaron a cuadrarse una cantidad llamativa de formaciones de la Guardia de Infantería. A los costados de la Casa de Gobierno, sobre Rivadavia y sobre Yrigoyen, como perros amarrados, se estacionaron los carros hidrantes y los blindados. Ya entrada la noche, el presidente habló por cadena nacional. Con violencia no se sale de los problemas, los problemas hay que afrontarlos, expresó De la Rúa, con gesto adusto, y decretó el estado de sitio. Inmediatamente después, una lluvia de gases lacrimógenos cayó sobre la plaza llena. En pocos segundos, la plaza se inundó de un humo espeso y lacerante. Una de las granadas cayó a pocos metros de donde estaba y no hice a tiempo de evitar el gas. El efecto que provocan los gases lacrimógenos es desesperante. El ardor insoportable en los ojos me cegó y se me cerró la garganta. No podía respirar. Así y todo, quise hacer fotos pero no pude. Tropezando con la gente que corría, llegué a una de las fuentes y metí la cabeza en el agua mientras escuchaba los gritos y las puteadas, las toses y las arcadas. Cuando apenas pude abrir los ojos, reconocí a mi lado a una mujer joven a la que había fotografiado hacía un rato con su hijo sobre los hombros. Estaba ahora desencajada, sacudiendo a su hijo que se asfixiaba. La catarata de gases provocó una estampida. Y en ese contexto, cayeron las vallas y la guardia, con su habitual ensañamiento, desató una cacería. Al mismo tiempo, los carros blindados y los camiones hidrantes avanzaron por las calles laterales y funcionaron como un cerrojo para quienes, desesperados, intentaban huir. Con el correr de las horas, grupos de militantes y motoqueros reemplazaron a las familias y enfrentaron a la policía en una plaza en la que los árboles se prendieron fuego. Al amanecer los enfrentamientos entre la gente y la policía ya se habían desparramado por todo el centro porteño. Estudiantes, oficinistas usando sus maletines como escudos, motoqueros que en la primera línea de combate parecían la caballería, taxistas que socorrían heridos con sus taxis como ambulancias. El 20 de diciembre de 2001, decenas de miles de personas salieron a la calle y resistieron una represión descontrolada e irracional, que al final del día había provocado treinta y nueve muertos y cientos de heridos. Y esta situación duró hasta que finalmente, a las 19:37, De la Rúa renunció y huyó de la Casa Rosada en helicóptero. Esa fue la última foto.

Pasaron ya más de veinte años y desde entonces tengo la sensación de que las fotos que hice durante la crisis de diciembre de 2001 no estuvieron a la altura de la gravedad de lo que sucedió. Fotografié a De la Rúa en sus últimas horas como presidente, fotografié los cacerolazos, la movilización popular y la represión salvaje. Lo que aún siento es que mis fotos no terminan de dar cuenta de aquella espesura. Poco tiempo después de esa última foto del helicóptero alejándose, renuncié al diario y, de alguna manera, abandoné el fotoperiodismo.