Hacía tiempo que la idea de volver a hacer fotos me daba vueltas en la cabeza. Más como un deseo que como algo concreto. En cualquier caso: ¿fotografiar qué? ¿Acaso otra vez los dilemas del sentido? ¿La pretensión? Sin embargo, luego de todo este tiempo pintando, con toda la incertidumbre y el sentimiento de inseguridad que a mí me provoca pintar, la idea de volver a pisar sobre tierra firme, trabajar en lo mío, con mis herramientas, como si tuviera alguna certeza, empezó a aparecer casi como una necesidad. 

Con un viaje al sur con la familia en el horizonte próximo, empecé a considerar llevar la cámara conmigo. Cargar el equipo en el contexto de un viaje familiar era algo que no hacía desde hacía más de diez años. Hay veces que pienso que el haberlo cargado durante tanto tiempo, todo el día, todos los días, todo ese tiempo en el que trabajé como reportero gráfico, me dejó como una fobia. Fueron poco más de quince años ininterrumpidos, desde finales de los ochenta, desde aquellas primeras notas para la revista Cerdos y Peces, hasta el principio de los dos mil, cuando, luego de la crisis de 2001, decidí dejar el oficio. Es como si desde entonces hubiera evitado cargar el bolso salvo que fuera imprescindible. No es que desde entonces haya dejado de fotografiar, pero sí cambié radicalmente la manera en la que lo hice.

Tenía diez placas cargadas en cinco chasis que había preparado en el estudio antes de salir. Y la cosa, de a poco, empezó a funcionar. Volví a mirar a través de la cámara, volví al ritual de observar. De a poco empecé a conectar con el lugar. Enseguida me di cuenta de que si iba a fotografiar lo haría ahí mismo. En la casa, en los alrededores. Lo que ahí veía. Fotografiar como una manera de vincularme con el momento y con el lugar. Estar ahí. Y en ese estar ahí, apareció el deseo de fotografiar a Julia y a Tobías. Una oportunidad. Hacía demasiado que no les sacaba fotos a mis hijos. Tobías se mostró al principio más colaborador, y Julia más reticente. A los dos tuve que perseguirlos un poco, día tras día, para que posaran. Toto después perdió la paciencia y Julia se interesó más. No solo pude retratarla, sino que me acompañó a hacer alguna que otra foto y hasta le dio cierta curiosidad el funcionamiento de la cámara. 

Yo volví a entusiasmarme con hacer fotos como hacía mucho no me pasaba. Mirar a los chicos a través del lente, buscar el lugar, esperar la luz, el momento. Ese tiempo, el de la cámara de formato grande, sigue siendo un tiempo de observación detenida que valoro especialmente. Un tiempo compartido en el que el retratado, de alguna manera, se entrega ante la presencia de la cámara, deja de posar, y la mirada se revela con cierta cualidad, con cierta profundidad. Pienso en este volver al ritual de observar detenidamente, también como un intercambio de afecto. Volver a esa ilusión de construir algo. En este sentido, aun si las placas vencidas hace años salían mal, había algo de la experiencia que estaba bien. 

Para ser verano, nos tocaron días nublados y un poco frescos. Una mañana de lluvia intensa preparé la cámara en un claro del bosque y lo convencí a Tobías de que se bancara el agua, porque quería retratarlo a la intemperie, con las gotas deslizándose por su cara y por sus hombros. Apenas podía verlo a través del visor empañado. Terminamos los dos empapados. Yo extasiado y Tobías exasperado. El agua chorreaba por el fuelle y por el trípode. Eufórico, entré de nuevo en la casa mojando todo para ahora convencerla a Julia. Sin levantar los ojos del libro que leía, tirada en el sillón y envuelta en una manta, me dijo que ni lo pensara. Volví a intentarlo a la tarde cuando ya no llovía. Con una parsimonia total, Julia se sentó en una piedra y esperó a que yo ubicara la cámara justo frente a ella. El visor todavía no terminaba de desempañarse y la tela negra goteaba. De aquellas primeras diez placas que preparé en el estudio, me quedaban dos en un último chasis. Cuando todo estuvo listo, Julia cerró los ojos justo cuando apreté el extremo del cable disparador. Puse la chapa de protección, retiré el chasis, lo di vuelta y volví a repetir exactamente la misma foto, ahora con los ojos abiertos. Un díptico, pensé.

Esa noche armé la manga, retiré cuidadosamente las placas expuestas de los chasis y las volví a guardar en su caja. Al encintar la caja para protegerla, automáticamente se convirtió en ese tesoro que guarda la ilusión de un trabajo nuevo. Cargué diez nuevas placas para seguir haciendo fotos. 

Empecé a imaginarme las imágenes impresas, en distintos formatos. Trípticos de nubes con montañas que apenas se insinúan. Cuadros enormes. Retratos profundos, vinculados incluso con retratos que hice hace mucho. Señalar, otra vez, el tiempo. Las nubes, estáticas en la imagen fija, evocando algo efímero. Ahí había algo: los retratos y las nubes. Seguí insistiendo. Fotografié a Julia durmiendo, al cuaderno que siempre tengo encima, con algunas imágenes viejas y con hojas de árboles que traje de algunos paseos. 

Tal vez por el entusiasmo, o por lo significativo del momento, no pude evitar hacer algunas imágenes con el teléfono de aquello que veía a través del visor de la cámara. Algo que, desde ya, es paradójico. Hacerme de alguna prueba inmediata, sin respetar los tiempos propios del proceso. Un sacrilegio. Con un par de ajustes, subí algunos retratos y algunos paisajes, como historias a Instagram. No puedo contestarme exactamente por qué lo hice o qué me impulsó a hacerlo, pero claramente fui en contra de mis propias predicaciones. La idea de que producir algo significativo requiere de procesos que conllevan tiempos que están claramente reñidos con los de Instagram y la ansiedad que provoca ¿Por qué no esperar entonces para ver y eventualmente compartir? ¿Y si estaba alterando, como Marty Mc Fly en Volver al futuro, algún orden natural de las cosas? ¿Y si estaba provocando algún desbarajuste con consecuencias en el futuro inmediato?.

*El texto completo se puede leer en la sección textos: Los días nublados, Ediciones Asunción, Buenos Aires, 2023